UNA MIRADA AL ARTE
por
-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Piensa en un cuadro de Chagall, en una película de Tarantino, en la Rayuela de Cortázar. El otro día propuse lo anterior a un viejo compañero de colegio y el bostezo dio como para roncar quince horas sin interrupción. Propuse semejante cosa porque caminábamos frente a una litografía de la Gioconda. Entonces nada, surgió el tema del arte, de los libros o las esculturas o el teatro y blablablablablá.
Doy por sentado que mucha gente asegura que un cuadro es un adorno, que una pieza digna de llamarse arte sirve para hacer más lindo el rincón donde va a estar. Adorna y embellece, claro está, pero si el arte supone un recorrido tan absurdo y corto me temo que no llegaría muy lejos, que moriría asfixiado por asuntos más relevantes.
Y sí, ha llegado tan lejos como podamos imaginar. Por no dejar le pasé la vista al diccionario y figúrate: “Manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Estas líneas ni corren ni se encaraman, ni son gimnasia ni son magnesia, lo cual es comprensible por la dificultad que encierra todo intento de definición, todo gesto que pretenda abarcar, en conceptualizaciones imposibles, el universo de lo que ciertas cosas son. Pero ya que me he metido en este embrollo, cuando menos trataré de insinuar alguna idea respecto a todo esto y más que definir al susodicho, aclaro que me iré un poco por las ramas para acariciar, desde mi horizonte y perspectivas más íntimas, el para qué de la cuestión.
Dicho lo precedente el paisaje se me aclara un poco más. No del todo pero sí lo suficiente como para acercarme al fuego y no salir tan chamuscado. Porque no saber qué diablos es X ó Y no tiene por qué espantar cuanto medianamente percibimos de ello. Aquí doy cuenta de cierta verdad que es como piedra: sin el arte, sea lo que éste sea y lo definan como lo definan, la existencia -mi existencia- sería un magma baboso, especie de caldo sin sustancia que pediría a gritos las armas con las que enfrentar el día a día, el hecho cotidiano, la vida monda y lironda que urge atravesar de pe a pa, desde que naces hasta que te mueres. Tengo por verdadero que cualquier manifestación artística que se respete lleva consigo una forma de conocimiento que nace de ella misma y que debes asir y completar a tu manera, y en ese trance captas o no captas, te miras reflejado en sus profundidades o no, y aprendes quizás a ver diferente, a encontrar, a arrancar la túnica que cubre circunstancias, ámbitos y realidades.
Digan lo que digan los epistemólogos -perdonen el feo academicismo-, lo que soy yo juro por todos los dioses que una novela de Verne, unos cuentos de Borges, los ensayos de Octavio Paz, las esculturas del Renacimiento o la obra plástica de Jesús Soto rasgan el velo, o ayudan con hondura a hacerlo, justo cuando tratas de vivir a fondo, de echarle a tus días el ingrediente necesario para contemplar o mirar de otras maneras. Mirar, eso es. El arte me funciona bien para ensanchar el compás de la mirada.
A estas alturas me importa poco, o mejor nada, qué concepto del asunto se escribe pomposamente en la enciclopedia de rigor. Los libros, las pinturas, la arquitectura y la danza o el cine invitan desde la quietud y su mudez a descifrar lo indescifrable de otros modos. Una mudez aparente, sí, porque los libros, las pinturas, la arquitectura y la danza o el cine obran lo que sin ellos jamás se alcanzaría: el diálogo infinito entre una voz que descubrimos y nosotros, nada más y nada menos. Tal cual, nada más y nada menos.