GENTE Y LIBROS
POR

-Roger Vilain-
X: @rvilain1
Me pongo a pensar y digo hay que ver, los libros son como las personas. Las hay buenas, regulares, malas y malísimas, asunto natural en la maraña de juicios si tratamos con individuos o con literatura.
Hubo un tiempo en el que regalaba oportunidades, es decir, no apretaba el gatillo por el absurdo morbo de ver qué ocurriría después. Después, claro, no ocurría nada, así que el libro -que en la página ciento treinta y dos ya pintaba fatal- empeoraba más en cada línea. Sin embargo continué tal cual, dando oportunidades y creyéndome un perdonavidas hasta que fruncí el ceño y escupí un se acabó del tamaño de mis frustraciones.
Total, que hoy leo cuatro páginas, pongamos que hasta seis, y si no acabo en la lona, largo a largo, abatido por un coñazo en la nariz digno de páginas alucinantes, el coñazo lo doy yo. No valen nombres, trayectorias, premios o cuanto supone trampolines hacia la excelencia, de modo que he recibido buenos directos al mentón, numerosos conteos hasta diez y yo ahí, fuera de combate, tirado sin remedio y sin mínima esperanza de ponerme en pie. Pero también he dado lo mío, no faltaba más, como cierto gancho al hígado que una vez le obsequié a Conrad o un soberano martillazo que se estrelló en la mandíbula de Onetti.
Se cuenta y no se cree, pero los libros son como la gente, con sus tics, sus manías, su personalidad de cielos o de infiernos y qué te puedo decir, hacen falta años para percatarse y otro tanto para atreverte a lanzar tus propios golpes.
Uno que se llevó las palmas en el universo de ejemplares maniáticos fue Cujo, del señor Stephen King. Un texto exigente, dime tú si no, pues cada diez páginas te obliga a ir por un tazón de valeriana y al llegar a la cien debes correr por un Lexotanil. Algo parecido me ocurrió con Saramago, pero en tono diferente. El Gordo de Navidad cayó en El año de la muerte de Ricardo Reis, que en plena inexistencia o existencia a medias de comas o puntos o signos de interrogación o admiración, saco de gatos como ninguno, cada veintitrés líneas procura, con sus tics acribillándote las sienes, una sed desesperante y una deshidratación tal que te hace dejar el ejemplar, tomarte cuatro vasos de agua, seguir con una larga ducha, todo para repetir el ciclo hasta que terminas el libro.
Sumo y sigo porque hay de todo. Del mismo Saramago ahí tienes su Cuadernos de Lanzarote, parecido en calidad de tics al anterior pero al revés. En éste la manía emerge redoblada, hechizo como salido del mismísimo Merlín, puesto que de las setecientas páginas recibes coñazo tras coñazo tras coñazo tras coñazo en la nariz, uno peor que el otro, produciéndose la paradoja de las paradojas: acabas en el suelo, magullado y sangrante, y quieres más, más de ese libro que al volverlo a abrir lo encuentras todavía mejor.
Podría dar más ejemplos pero qué va, no tengo vocación de fastidioso. Con esto basta y digo que queda demostrado cuanto he largado hasta aquí. Los libros son como las personas, eso es. Pero cuidado, en proporciones que no son equivalentes. Mucha gente, pero mucha, está cargada de tics, idéntica a los libros, pero en ella casi siempre lo maniático se retuerce a placer en su negro círculo sin fin, en su versión más lóbrega y sombría, mientras que en El otoño del patriarca, Pedro Páramo, Rayuela o El Aleph fíjate que sucede lo contrario.
No sé si me comprendes, Méndez, pero la verdad que llevo escrita ni amerita más papel ni exige mayores discusiones. Tú verás. Mientras tanto feliz día.