AUTOAYUDA

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Más de uno tiene la costumbre de poner de patitas en la calle a ciertos textos que llaman de autoayuda y créeme que, de entrada, discrepo.

Supongo que la autoayuda en cuestión pasa por meter en el saco de los best-sellers psicológicos a cuanto libro indique cómo hacerse rico en cuatro días, ganar un millón de amigos o vivir sin preocupaciones en este valle de lágrimas. Vuelvo a discrepar.

Sucede que el bicho humano es dispar y entiende A cuando otros dicen B, y viceversa. Lo que soy yo, prefiero llamar pan al pan y vino al vino: textos de psicología en sus casilleros, literatura monda y lironda en el suyo. Dicho esto, confieso que jamás he podido entender por qué diablos la autoayuda guarda tanta mala prensa. Es más, a estas alturas no concibo  -ya tengo canas en la barba, mira tú-  ninguna literatura alejada de la ayuda. Y de la autoayuda, para ser exacto. Hablar de autoayuda, claro, es hablar de Fitzgerald, Hemingway, Borges o Cortázar, por el sencillo motivo de que no soy el hombre que soy, para bien o para mal, si la flecha envenenada de Rayuela no me hubiera atravesado hace una punta de años. ¿Me comprendes Méndez?

No tengo la menor idea del plano en el que ubicarás a Leo Buscaglia o a Wayne W. Dyer, pongo por caso, pero de lo que estoy segurísimo es de que más psicólogo que ambos es Chesterton, acompañado por Montejo, Cadenas, Stevenson y Gary Romain. Nadie mejor que semejantes caballeros para meter el ojo por los recovecos del alma y salir con las manos llenas de pegotes y líquidos chorreantes que luego comparten con nosotros hasta reventarnos el espejo en plena cara. Y así.

No sé si me explico, pero jamás de los jamases he regresado indemne luego de El cumpleaños de Juan Ángel, Pedro Páramo o La piedra lunar. Digo más: cada vez que los abro lo hago entre otras cosas por razones de autoayuda, que no es poco afirmar, dime tú si no. Para soportar cuanto me rodea, para soportarme a mí mismo, para curarme de males de cualquier pelaje y para atragantarme de fuerza vital, que tampoco es concha de ajo. Fue en un libro donde me ayudé (o autoayudé, si lo prefieres) a aguantar, a seguir, a dar un paso y otro y otro luego de la muerte de mi padre, y es en la literatura donde me autoayudo todos los días desde que tengo uso de razón.

Cuando entro a una librería y observo en los anaqueles el rótulo de historia, filosofía, literatura y la consabida autoayuda se me erizan hasta las uñas y me da la impresión de que el mundo va por allá mientras yo pululo por aquí, lo cual tampoco es que sea trágico ni mucho menos. Toda literatura que se respete es de autoayuda, para decirlo de una buena vez, por lo que si no termina siéndolo, anda entonces más cerca de la trigonometría o de la gimnasia rítmica que del noble arte de utilizar el lenguaje para crear mundos. Entonces ya, hasta aquí. Y a ver si me he explicado. A ver.

 

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