LA SOLITARIA MUCHEDUMBRE 

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

Una biblioteca es un lugar de muchedumbres e implica la sociedad secreta menos acompañada de este mundo. Toda biblioteca mantiene para siempre una conexión especial con quien la posee donde los guiños, las miradas cómplices y los encuentros, furtivos o no, están a un palmo de distancia.

Los personajes de una biblioteca van y vienen, deambulan por ella como les da la gana, y si afinas el oído y abres bien los ojos puedes escuchar y ver el universo que llevan consigo. Allí, en esa biblioteca que vas poco a poco construyendo durante años -durante la vida, para ser exacto- entran de cabeza tus manías, frustraciones, deseos más íntimos o verdades entrañables, es decir, se transforma en el lugar por el que pulula a sus anchas tu alter ego, ese otro yo que cuando menos lo esperas te mira de frente, te increpa, te patea el hígado y termina por dar un portazo y largarse a beber cervezas con los amigotes.

Tengo un montón de libros en Venezuela, bellamente ordenados y dispuestos -bellamente para mí, claro- y durante años me llamó la atención cierta pregunta en torno a ellos lanzada a quemarropa por despistados de la peor calaña: y usted, ¿los ha leído todos?

Es una pregunta con poco fundamento, más allá del impulso que obliga a arrojarla en medio de una tremenda ingenuidad. Cualquier biblioteca está compuesta por ejemplares leídos y por otros dejados a medio leer -aquello de que no todo libraco es para ti nunca fue más oportuno y cierto-, y lo más emocionante, por títulos que esperas engullir con prontitud. De algún extraño modo eres un duende que proyecta el destino de tu biblioteca, sus zonas gordas y áreas flacas, su estatura y fisonomía, de manera que ahí perviven juntos y además revueltos nombres, solapas, autores, aventuras, búsquedas, encuentros o desencuentros, símbolos, cálices que sólo tú degustas, secretos por develar, fantasmas, ensoñaciones, cuyos desenlaces vas de a poco esculpiendo sin saberlo. “¿Los ha leído todos?”, suena a cementerio. Es una alusión simplona que deja entrever paredes forradas de libros cuyo único punto de fuga es leerlos y luego enterrarlos. Nada más triste. Nada más alejado del espíritu de una biblioteca.

Los hay hermosos, bien editados. Aunque viejos o de segunda mano, te das cuenta del gusto con que fueron creados, amasados, inventados. Los libros son almas pero también cuerpos, no cabe duda. A veces los contemplo a cierta distancia, como quien disfruta de un atardecer, y me doy cuenta de que en mis anaqueles hay también muchos fotocopiados, con plásticos y resortes a modo de lomos. Cuánta fealdad, cuánta pérdida de belleza en función del pragmatismo de un momento -los necesito y no los consigo, desaparecieron de todos los catálogos, brillan por su ausencia hasta en las librerías de viejo-. Sin embargo, tienen su razón de ser y en alarde de grandeza entregan su cuota de existencia con nobleza, gallardía, humildad, en aquel rincón poco vistoso de las tablas. Una biblioteca culmina siendo ese espacio que contemplas, tocas y respiras a partir del yo interior que dice sí o dice no, que yace feliz cuando se sabe instalado en medio de portadas, papeles, humo de tabaco, lápices, polvo, cuadros, música que se cuela entre las páginas en medio de un silencio que resuena por donde asomes las orejas.

Desde que vivo en la hermosa Quito me he desprendido de mil y un objetos bastante fieles a mi vida antes de llegar aquí. Y no pasa nada: es cosa de vivir y aceptar las reglas de juego. Te desprendes de lo material como te quitas la camisa al final del día y se acabó. Pero los libros, mi biblioteca, es un lugar que a estas alturas va siendo casi imaginario, siempre incrustado en mis nostalgias a pesar de los pesares, en mi necesidad de tenerla al alcance de la mano para impregnarme de su clima, de su ethos, de sus resonancias. “Sin la literatura la ciudad, cualquier ciudad”, escribe Abilio Estévez, “no pasa de ser un conjunto de barrios, de calles, de esquinas, de casas, de jardines. Es la literatura, insisto, la que eleva una ciudad de ser una suma de edificios y de personas que viven en ellos, a ser lo que se conoce verdaderamente por una ciudad”. Asimismo es la literatura, con todas sus implicaciones y verdades, aquella que transformas en el sound track de tu existencia, la que da pie y cabeza, razón y sentido a eso que llega a convertirse nada menos que en tu biblioteca. Y cuánta falta me hace.

 

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