LUZ A LA MEDIA TARDE

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Es lógico, supongo. Desde afuera se ven cosas que patean, matices novedosos, pliegues donde antes existían otros paisajes. Y afuera es aquí, esta ciudad que resultó encuentro de fábula cuando apenas bajaba del avión. Quito de par en par llevándome de vuelta a una Mérida de años universitarios. Amor a primera vista, claro.

    Entonces la luz. Créeme que la luz ha sido siempre motivo de asombro, y luego de reflexión, precedido por encogimientos de hombros, ceños fruncidos y permanentes rascamientos del cuero cabelludo. La luz a las cuatro de la tarde en Upata, fíjate. La luz a las cinco y diez en Quito.

    El otro día, en un café del centro, sentí por un segundo -sí, a veces no se ve, sólo se siente- digo, sentí por un segundo la luminiscencia como jamás podría explicarlo a través del lenguaje. Ahí estaba: colores, fulgor, blancura, una suerte de arrebato que te diluye en la panza de la tarde y tú sin más, sin mover un pelo en pleno trance porque la luz, la de las cinco y diez aquí y las cuatro en punto allá. Luz a chorros en un trozo de tiempo que ve tú a saber cómo aparece y que es  temblor, acaso un latido, suficiente para deslumbrarte.

    ¿Qué puede uno decir? Eso, que te tomas un americano, que te fumas un tabaco, que lees historias de fantasmas en esa antología de obras maestras que traes guardada en la mochila y entre chupada y chupada otra vez la refulgencia, como emanada del libro que sostienes entre manos, hace que lo dejes todo, cuento, tabaco, taza, para nada más abrir los poros, percibir, hasta imaginarte en un banco de la plaza, aquella plaza de pueblo, calle Sucre a tu derecha, calle Bolívar a la izquierda, como mazazos de recuerdos.

    Cuando estás lejos da la impresión de que la vida cobra un barnizado que a veces brilla por su cuenta y en ocasiones guarda todas las sombras que se insinúan aquí o allá. Estar lejos es abrirte a un ahora que en principio no elegiste pero que en definitiva te traga, te mastica como a un chicle. Es una realidad firme, monda y lironda, de modo que al rato descubres cómo cabes por completo en ella, cómo te cuelas e introduces, cómo asimilas coordenadas, compartes directrices, abrazas la ciudad en la que yaces, tu ciudad en este instante, un norte en medio de una fragua.

    Y al pensar en todo esto, café de por medio, Balmoral entre los dedos, libro de cuentos sobre esta mesa, la luz de la tarde aporrea la memoria y todas nuestras aguas se tienden sobre un punto de fuga capaz de contenerlas: das cuenta del momento, patinas en la nostalgia, repiensas qué diablos es el exilio y amas sin embargo la nueva actualidad que te engulló como si fueras un bocado. La luz de Quito a las cinco y diez de cualquier tarde es la luz de un pueblo a las cuatro, ni más ni menos, y en el tris mágico, en la coincidencia de los minuteros sobre la esfera del reloj vale el alto para que sístoles y diástoles regresen sobre sus pasos, se tomen de las manos, irrumpa el alborozo junto a esa señora que hemos llamado evocación.

    En la mesa del café termino el cuento de Catherine Wells. Se acaba mi tabaco, la taza apenas deja ver un pozo mínimo y negruzco, entonces pago lo que debo mientras ya en la calle el frío hace de las suyas. Camino, oigo mis pasos al avanzar, disfruto del instante que se acaba.

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