LA CASA QUE LLEVAS CONTIGO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Hasta que salí a estudiar viví en dos casas diferentes. De algún modo, los lugares dejan su impronta en ti, regalan la huella que entre otras cosas sirve para traerte al presente un hecho simple: somos un amasijo de recuerdos y recordar supone un diálogo con lo que queda de ellos.

    Upata, calle Miranda número 32 (luego fue cuarenta). Entre esas paredes hice una vida -la última niñez, toda la adolescencia y algo más-. Hace tiempo que fue echada abajo y en su lugar se alza lo que con imaginación podría llamarse edificio, suerte de adefesio que imita sin esfuerzo lo horrible en cualquiera de sus manifestaciones. Pero queda el resplandor, esa lumbre que desde lo habido permite entrever en lo que ya no está. ¿Cómo recuerdas la casa que habitaste en esos años de caballos de escoba, de bicicleta, de escapadas al cine sin permiso y de hormonas todas locas? ¿Cómo llega lo anterior a tu aquí y ahora?

    Si las casas son una extensión de lo que eres, es decir, una parte de ti que continúa mientras existes, es verdad que también son mucho más que el lugar al que llegaste y luego tuviste que dejar. Quizás por eso la de la calle Miranda esté clavada en mí como estaca en corazón de vampiro, no para matar o cosa parecida sino para darle un golpe de timón a cierta historia, la mía, la tuya, y resucitar cuanto valió la pena en sus estancias. Ahí crecí y pude descubrir mi yo y mi alrededor mientras pasaron los días como si nada. Soñé, tuve esperanzas, amores más o menos alcanzados y otros no correspondidos, abrí puertas, caminé sobre sus pisos, adiviné, acostado antes de dormir, figuras asombrosas en algunas manchas alojadas en el techo y padecí el horror, el miedo puro cuando a los seis o siete años juraba en las noches sentir al monstruo debajo de la cama. En ella me hice adulto, se abalanzó sobre mí el hombre que soy y fui feliz de cabo a rabo.

    En mi habitación de aquella casa tuve una biblioteca, que con los años creció y se desprendió de un mueble que era en principio de una tía. Los libros de infancia, de juventud, llenaron poco a poco ese estante de tres compartimentos. Ocuparon lugar de honor -ningún otro jamás los desplazó- justo los primeros que llegué a sentir en verdad míos, que conocí y toqué y olí como si fuesen raros bichos zumbando entre mis manos. Cuatro tomos color vino, regalo de mi madre cuando aún no sabía leer: Robinson Crusoe, La isla del tesoro, los Cuentos de Andersen y Oliver Twist. Algo después, una biblia pequeña, de tapas duras y marrones, cuyo papel suave y transparente me maravillaba quizás por lo sedoso de sus páginas. Todavía hoy ocupan su lugar privilegiado y podía verlos en la biblioteca, a la izquierda del espacio para escribir y trabajar, cuando estaba en Venezuela.

    Como creo haber sugerido arriba, ciertas casas son el lugar que va contigo vivas todavía en ellas o no. Guardas el destello que  alumbra tu propia historia, uno mucho más intenso y entrañable que el de otros sitios que después llegaste a ocupar. Una casa es tu casa cuando por fin forma parte de lo que vas siendo sin olvidar el hecho de que también tú le das sentido. Entras en ella al modo de la mano que llena a plenitud su guante. Entonces ocurre el milagro y se ha sellado a fuego el pacto que ya no desocupa tu existencia.

    Siempre intento crear un nicho íntimo con cada habitáculo al que llego, un lugar digno de encontrar la brisa necesaria para instalarme, respirar hondo, establecer ahí las bases. A veces se logra y a veces no, en esencia porque escoges la casa que llevarás siempre a cualquier parte, pero ella igual te elige o te rechaza ve tú a saber por qué vericuetos y razones. Un toma y dame que al labrarse da cuenta de la palabra hogar. Y de qué modo.

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