LITERATURA POR KNOCK OUT
por
-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1
Hace poco me invitaron a un programa para hablar de libros, de autores, de cuentos y poemas. En fin, de escribir y de leer. En algún momento sostuve que seguirá habiendo problemas de comprensión lectora mientras nuestra escuela continúe rebosante de salud a la hora de espantar de cuanta cosa suene a texto, a hoja impresa, a literatura. De inmediato se encendieron las alarmas. Llamó gente para rebatir, para defender, para decir no, no toda la culpa es del colegio, y supongo que tienen algo de razón. Pero si la escuela cumpliera su labor de cabo a rabo o cuando menos mantuviera intacto el interés de los jóvenes por el misterio y por lo novedoso, la cuestión pintaría menos negra a estas alturas.
Tengo la impresión de que la primaria, el bachillerato y la universidad pretenden enseñar literatura. Si esto es así, partimos ya con la renquera a cuestas. No es posible enseñar literatura: en cualquier caso, lo que ésta ofrece es la aventura de leerla, de llevarla al papel a modo de obra de arte, de sentirla entonces, con el peligro inminente de que llegue a doblarnos el pescuezo y nos transforme en lectores incurables, furibundos, al punto de, quién sabe, acercarnos a Alonso Quijano, alias Don Quijote, descocado gracias al cóctel de novelas molotov que literalmente engulló sin volver la vista atrás.
Insisto en que no. En vez de perder tiempo creyendo enseñar literatura, un punto clave es mostrar cómo vivirla, subiendo a los muchachos a un vagón cargado de experiencias placenteras, puente hacia regiones mágicas, lugar donde es posible imaginar e inventar como nos dé la gana. Y la literatura se vive acercándose a los libros, abriéndolos, mordiéndolos, permitiendo que sus jugos nos bañen de pie a cabeza, nos mojen la lengua, inunden nuestro paladar y chorreen como la miel por dientes, cuello y labios. La literatura o es una enfermedad que no tiene remedio o no dejará huella en nosotros.
La sensibilidad literaria es parte ineludible del asunto, por supuesto. Huelga despertar interés, curiosidad por las buenas historias, esas señoras enigmáticas que vienen empaquetadas en juguetes denominados libros. ¿En qué momento la escuela muestra el rostro divertido de leer? ¿Cuándo un imberbe de quinto grado o de bachillerato disfruta en el salón un rato de lecturas diarias? Me temo que muy pocas veces, por no decir jamás.
¿Pero acaso lee el maestro? ¿Son los maestros unos enamorados, locos de atar, entregados en cuerpo y alma al romance con lo literario? Permítanme otra vez dudar. Si no hay cultivo de la sensibilidad, si no existe pasión evidente por la cultura, por los libros, por leer y leer y leer, entonces va a resultar más que cuesta arriba esperar que un adolescente coja Los hermanos Karamazov o El falso cuaderno de Narciso Espejo y los abra por la delicia de desmigajarse entre sus páginas, por hundirse en sus tramas o sencillamente por gozar, nada más que por gozar, permitiendo que las letras, los puntos y las comas se le cuelen por las venas. La sensibilidad literaria aparece con mayor facilidad cuando un maestro la lleva en sus entrañas, cuando no puede ocultarla, cuando insufla emoción, alegría, placer y ganas de leer en plena clase.
En las escuelas de este país la literatura es un objeto, poco más que un bicho expuesto para hincarle el ojo y aprender luego ciertos nombres o características. Pero ocurre que una obra de arte no es contabilidad, física o biología. Los libros y esa cuestión que llamamos literatura es cadáver insepulto, paja elevada al cubo, líneas huecas que poco dicen, poco invitan a soñar y a vivir mil y una aventuras felices o terribles. Cuando la literatura es sinónimo de bostezo encender llamas genuinas por disfrutar leyendo pierde por knock out. Recto al mentón. Entonces leer ya no interesa.
Recuerdo que mi hija, cuando estudiaba tercer grado, comentó una tarea que debía adelantar: un análisis morfológico de algunas oraciones, “y qué largas están, papá, qué laaaaaaaargas”, soltó con cara de sufrimiento. Llegó el coco con su espada académica castrante, me dije. ¿Hacen falta tales contenidos, más que áridos, poco estimulantes, inservibles a chiquillos tan pequeños? ¿No sería mejor, como sostenía Ángel Rosenblat, dedicarse a enseñarles pocas cosas, leer, escribir, calcular, pero hacerlo bien, realizarlo de la mejor manera? Completamos la tarea, ofrecí mi ayuda a propósito de la aburridísima disección morfológica que abría sus grandes fauces y mostraba todos los colmillos, y luego nos fuimos a leer, sólo a leer cuentos al café que mis hijos tienen por costumbre visitar conmigo.
Pero hay casos de casos. He generalizado por razones obvias pero sí, existen maestros que son oro en polvo y justo es decirlo ahora. Los ha habido, los hay y los habrá, gracias a todos los dioses. Recuerdo como si fuera ayer mi primer año de bachillerato. Recuerdo las clases de Castellano y Literatura en las tardes sofocantes del liceo allá en la Upata de mi adolescencia. Dillys Perdomo leía, leía para nosotros, llegaba, saludaba, sonreía, sacaba un libro, nos leía cuentos, nos leía poemas, hablaba de un tipo que terminó llamándose Gabriel García Márquez, mencionaba a un tal Quiroga, metía de vez en cuando otros nombres que me causaban gracia nada más que al escucharlos: Aquiles, Rufino, Ludovico. Sí, Aquiles, ése era sin dudas un nombre cómico por donde lo vieras, y para colmo el hombre escribía páginas que me partían de risa. Todos, absolutamente todos nos destornillábamos a mandíbula batiente cada vez que Dillys Perdomo, mi profesora predilecta, ponía sobre el mesón aquel libraco gordo, Humor y amor de Aquiles Nazoa, y nos obsequiaba historias hilarantes sobre el cochino, los gatos, algún perro famélico, un loro, un chichero o unos chivos. Esa mujer nos regalaba las mejores tardes de la vida. ¿Eso era literatura? ¿Esa vivencia tan sabrosa era la consecuencia de leer? Me interesé desde el primer minuto, me caló de golpe hasta los huesos.
A aquella dama, mi profesora de primero de bachillerato, le estoy eternamente agradecido. No recuerdo un ápice de qué iba lo demás, es decir, me importaba un pepino la existencia o no de oraciones yuxtapuestas copulativas, o por dónde había que agarrar al complemento circunstancial de lugar para sacar veinte en el examen. ¿Qué diablos era un pluscuamperfecto? Al basurero eso y cuanto se le pareciera. Lo que vino después fue la búsqueda desesperada de más libros, más Cortázar y más Poe y Neruda y gente capaz de encaramarme en las nubes desde un trampolín hecho a fuerza de palabras.
Es lo fundamental, despertar el gusanillo, alimentarlo, dejar que la curiosidad anide, permitir el sarampión de la literatura. Por ahí habría que empezar en nuestra escuela, y no lo hacemos. Por ahí, creo, se anda el camino, pero no arrancamos.