UN LIBRO Y CIERTA HISTORIA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    De niño leí El olor de la guayaba. Lo entendí poco pero recuerdo que acabé sus páginas y algo saqué. Después, ya en la adolescencia, tuve la certeza de que sería un buen título de libro, uno mío que quizás escribiría en el futuro. Entonces cierta desazón entró de lleno en mí, pues ya el título había sido utilizado. De alguna extraña manera Plinio Apuleyo Mendoza, jaja, me había plagiado el nombre.

    Toda mi infancia, hasta la primera adultez, huele a guayaba. Sabe a guayaba. Guarda remembranzas al punto de que a veces, cuando noto el árbol ahí, cercano, voy hasta él y cojo una o dos hojas, las arrugo entre las manos y las llevo directo a la nariz. El caudal de imágenes y sensaciones hace de las suyas, irrumpe con fuerza de inmediato. Piano que cae desde un séptimo piso mientras abajo camino tan tranquilo.

    Leí el libro durante unas vacaciones en Caracas, de visita con mi madre en casa de unos tíos queridos. No sé cómo lo obtuve pero me veo en plena lectura, echado sobre un sillón rosado, bastante mullido, y luego guardándolo bajo el cojín al terminar cada faena dedicada a descifrarlo.

    En la infancia cada vez más lejana una mata de guayaba hizo las delicias de nosotros. Nosotros, aclaro ya mismo, fuimos una panda de amiguetes que a diario dio por seguro, luego de terminar la escuela, encontrarse a las dos de la tarde en el patio inmenso de la mueblería Troya con la  intención de convertirlo en coto de felicidad, de absoluto jardín del Edén, de Paraíso en la Tierra para colmo a pocos pasos de mi casa. Ahí, en ese espacio que resultó estadio de fútbol, escenario para combates entre indios y vaqueros o planeta al que llegar con nuestras naves espaciales, una mata de guayaba fue también cuartel general, lugar de cobijo entre sus ramas, punto de reunión en el que sólo la tarea de imaginar valía la pena. En ella habitábamos lo inverosímil.

    El olor de la guayaba dibujó el perfil de un señor llamado García Márquez, de quien fui a buscar lleno de intriga algunos libros mencionados ahí, pero también creó el eco de una fruta cuyas reminiscencias me acompañan siempre. El olor de la guayaba, obsequio que se enquista en la pituitaria y de inmediato anida en una entraña que hemos llamado corazón cada vez que ambos se interponen en el camino.

    El libro, cuyos resortes a propósito de lo que cuenta tuvieron la fuerza suficiente como para mantener en la lectura a quien carecía de mayores referentes literarios y, por elemental lógica, debió dejarlo a un lado, abandonarlo en las primeras de cambio, pasó a ser con los años puerta que abro a voluntad para meterme de cabeza en los intersticios de la memoria. De cierta memoria, por supuesto, gracias a la imagen de aquella clásica portada: un García Márquez sonriente, simpático hasta las medias, con unos bigotes idénticos a los del tío Perucho que lo hacían ver, para remate de cosas fabulosas, como un familiar en la cubierta invitándote a leerlo.

    El olor de la guayaba supuso la materialización de una abstracción, el hecho palpable de que eso llamado literatura puede ser pensado, puesto a disposición de las meninges, es decir, puede ser también escudriñado desde otro discurso que tampoco deja de ser literario. Me refiero a la crítica, al periodismo, al ensayo como género fundamental en relación con cuanto puede y debe ser reflexionado. A semejantes conclusiones llegué luego, pasada la primera adolescencia, por lo que el libro en cuestión terminó siendo, y no podía ser de otra manera, especie de tótem al que volvía con ánimo cuasi religioso para embadurnarme de añoranzas vinculadas con el patio de la niñez, con la guayaba y sus aromas, con la literatura en tanto manifiesto de la vida en cualquiera de sus circunstancias. Enhorabuena. Pues nada, sólo digo enhorabuena.

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