LA BIBLIOTECA DE MI CASA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Cada dos días, por lo general, voy a la biblioteca de la universidad.  Más allá de visitas pragmáticas, un recinto como ése sirve para centrar la atención y espantar malos espíritus -malos espíritus: desasosiego, incertidumbres varias, ruidos de la calle, etcétera, etcétera, etcétera-. Entonces recorro sus pasillos, me fijo en sus anaqueles, cojo libros que terminan por ser delicia hecha papel. Y así.

    Ayer cumplía el ritual y acabé echado sobre un sillón en espera de las campanadas que un reloj grande, de pared, escupe cada tanto. Estaba ahí, tumbado como he dicho, porque nada hay más arrullador que el sonido balsámico de un campanario. Con Ráfagas de tiempo, crónicas de Plinio Apuleyo Mendoza entre las manos, esperé las cuatro en punto de la tarde.

    Y como ciertas cosas -por simple yuxtaposición o qué sé yo- empalman con otras cuando menos lo piensas, recordé el lugar que siempre hizo las veces de nicho, de madriguera para el abrigo. Mi biblioteca, claro. A dos mil novecientos noventa y ocho coma cinco kilómetros, no hay mucho qué hacer. La vi enfrente, llegó como una emanación en medio de los once grados centígrados de afuera.

    Me ocurre en más de una ocasión. Camino por ahí,  entro a un café cualquiera, me siento en la silla del barbero o compro chicles en el kiosco de la esquina y mi biblioteca hace de las suyas para recordarme que allá al fondo, tablón cinco a la izquierda, está todo Cortázar, y Onetti, y de seguidas Moravia al lado de Kundera. No me preguntes por qué, pero sucede. De nada serviría darle la espalda, obviar tal escenario. Nada ganaría con decir ahora que no, si sí.

    Suelo evocarla como quien ve en la memoria el sitio que fue labrado a imagen y semejanza de uno mismo. Porque mi biblioteca terminó convertida en reflejo especular de gustos, manías, formas de entender el mundo y demás cuestiones parecidas. Si alguna vez te da por conocer a alguien, lo que se dice conocer de cabo a rabo, extiende tus brazos, di hola qué tal y si tienes chance mira lo que lee. Si por casualidad construyó una biblioteca ahí verás sus tripas y su linfa. No te quepa duda.

    Hace algún tiempo les contaba por aquí que regalé todos mis libros. O casi todos. Los doné con la esperanza -mira tú qué habitual lugar común- de esquivar aflicciones y añoranzas: que otros los disfruten, que sientan y supongan lo que en su momento supuse y sentí yo, es decir, cuanto significaron para mí. Así que cogí el teléfono, hablé con quien tenía que hablar y se acabó. Conmigo, espero que seguros en sus cajas, quedaron  el entrañable Cortázar, el maestro Vargas Llosa, Verne, Víctor Hugo y demás decimonónicos, unos cuantos griegos y un puñado de ensayos y novelas.

    En los anaqueles de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, mi otra casa en estos parajes montañosos, me doy de bruces con algunos ejemplares, ciertas ediciones iguales a las que hasta hace poco albergué como tesoros. El faro del fin del mundo, Octaedro, La verdad de las mentiras, La Ilíada, El jugador. Todos reverberan, todos aletean en reminiscencias negadas al olvido con idénticos lomos y portadas y todos dejan entrever girones del minutero, oleajes que traen bajo las alas épocas, momentos, espacios cargados de cuanto uno va siendo. En fin.

    Si recuerdo bien, Proust escribió que cuando suspiramos por tantos lugares lo hacemos no por la geografía que ya no está sino por los instantes, circunstancias y vivencias que guardamos de ellos, y no faltaba más. Es el tiempo, racimo de días en las cuatro paredes ahora inexistentes de una biblioteca quien juega al gato y al ratón mientras saca la lengua, pellizca, da brincos y portazos. Y digo yo que está bien que así sea. Está muy bien que así sea.

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