UNA TARDE EN EL AEROPUERTO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Viajar supone un alumbramiento. Mientras más sensible tengas la epidermis mayor será el marcaje a fuego en tu retina. Lo que soy yo, cada instancia geográfica que me reclama y cada partida que emprendo obran su milagro. Regreso siendo el mismo, pero también me vuelvo otro, de modo que entre kilómetros y kilómetros mudo la piel, cosas nuevas aparecen, luces distintas bañan el escenario.

    Con las ideas puestas en lo anterior agarré el equipaje y cogí un taxi para el aeropuerto. Ya en Barajas el asunto pintaba largo -escala de varias horas-. Entonces me puse cómodo y practiqué a placer uno de mis deportes favoritos: observar a quemarropa.

    Desde el rincón que se ofrece inmejorable un café y la última novela de Pérez Reverte son los amigos más fieles. Y justo ahí alzo las orejas, pongo a tiro la mira telescópica y de inmediato me gotea el colmillo. Busco en el entramado de viajantes, de rostros y gestos y conductas al bicho humano que todos llevamos dentro.

    Debo decir que mi hija partió hace poco, de esta España fabulosa e invernal regresó a Francia, a la vida universitaria que eligió para sí y que asume con la frescura de los veinte años. Confieso que me acompaña una melancolía que baja el tono, es decir, estoy lleno de ausencia por todos los costados. Para qué decir no, si sí. Quizás por eso observo lo que observo, con el café enfrente y la novela sin abrir sobre la mesa. Y lo que observo es mudo teatro de sombras, la puesta en escena de adioses, tristezas contenidas o sin frenos y mil promesas de próximos encuentros.

    Es que un aeropuerto es masa gelatinosa donde van a parar todos los sentimientos del mundo. Es verdad que si cambias de foco corre la película contraria, una que te muestra los arribos, las caras de los reencuentros, el perfil más cercano a la felicidad. Pero decía arriba que ando bajo de tono y qué le vamos a hacer, la tecla que toco ahora es la de las distancias.

    El bicho humano que todos llevamos dentro, más allá del cada quien y sobre tu puntito de mira, sobre tu cosmovisión, sobre tu condición de hijo de puta o todo lo contrario, digo, ese fondo viscoso que sin embargo nos une, saca la cabeza aquí y si enfocas como debe ser lo ves danzar feliz por las estancias, sin ropajes ni disfraces.

    Mientras un anciano abraza a quien imagino su nieta y mientras aquella mujer besa entre sollozos a un hombre de chaqueta gris, puedo mirarme en tales despedidas. Algo llevan de mí y algo de cada uno poseo en esos instantes. Como en las buenas películas, ellos también son yo, y pienso de seguidas en los griegos y me llega así, de golpe, la palabra catarsis. Entonces ahí me tienes, siendo humano hasta la médula en el caldo espeso que va siendo este aeropuerto.

    Si viajar es un alumbramiento yo nada más digo gracias. Entre manos que se estrechan y abrazos a la espera del volverse a ver cabe el universo de cabeza. Entonces nada, pruebo al fin mi café, abro el libro de Pérez Reverte, hasta que una voz metálica anuncia la salida de mi vuelo.

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