LEER O NO LEER

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Recuerdo mis primeros libros: una colección de cuatro tomos encuadernados con belleza, regalo de mi madre, quien los guardaba para mí antes de que aprendiera a leer. Ahí estaban Gulliver, Tom Sawyer, Robinson Crusoe y los Cuentos de Andersen. Cuando pude descifrar aquellos jeroglíficos, fueron una nueva forma de entender el mundo, asunto que no varió un ápice hasta hoy.

    Entender el mundo supone momentos y épocas. En el presente lo concibo de cierta manera, pero en la adolescencia, pongo por caso, otros paisajes llenaron el horizonte. Para no ir más lejos y tomando la punta del hilo que los libros dejaban, cada vez que pisé una biblioteca podría jurar que en ellas hallaría la historia de mi vida. Una historia al pelo, de pe a pa, absoluta, total. Yo caminaba por los pasillos de la enigmática biblioteca de mi pueblo, institución noble llamada “Carlos Rodríguez Jiménez”, entre otras razones para ver mi tránsito de doce años cumplidos metido en alguno de sus ejemplares.

    Como jamás di en el clavo a propósito de lo anterior entonces cambié de situación, pero no de tema. El nuevo punto de fuga de mis intrigas y de mi búsqueda consistió así en darme de bruces con el texto de mis experiencias, es decir, descubrir el manojo de folios cuya médula fungiera como simple exposición de ciertas vivencias, todas mías, las más profundas quizás, las más definitorias cuando menos. Por esta vía transité un tiempo hasta que terminé otra vez por abandonar la empresa. Los libros, estaba claro ya, no te llevaban en la solapa o en sus intersticios. Son los fantasmas de otros, de miles de otros donde si abres bien los ojos aparecerá la sombra de lo que vas siendo.

    A estas alturas, luego de estrellarme contra el muro de la realidad, llegué a mordisquear el significado de lo literario. De lo literario capaz de embutirse en doscientas o trescientas páginas, porque más allá de la tinta y el papel eso, lo literario, vive asimismo con luminosidad. De este modo hurgar en bibliotecas pasó a ser no la posibilidad de encontrar completa y sin medias tintas mi vida en ellas o, en su defecto, el hecho feliz de vislumbrar mis más hondas experiencias referidas con exactitud en algún texto, sino algo de sutileza mayor y de espectacularidad sin fin. Ahí, en semejantes lugares, en la biblioteca de mi pueblo y en las bibliotecas del mundo mi vida y andanzas sí que anidaban y permanecían, y todo resultaba magia pura -lo literario, la literatura- como nunca hubiera imaginado.

    Si lo literario y la literatura dicen cosas a su manera gracias a que tienen un lenguaje particular, enterarse de tal cosa es parte de la clave para un posible enganche -punto clave para hacer lectores-. Coger una novela y devorarla, gozar mientras lo haces, puede ser sólo un proyecto, una idea, un deseo sin carnadura; puede, tristemente, no ocurrir jamás de los jamases, asunto nada sorprendente si echas un vistazo alrededor, si oteas el horizonte. La escuela debería funcionar como remedio, pero me temo que algunos remedios van siendo peores que la enfermedad. La escuela, dime tú si no, en gran medida espanta a los chicos de las buenas historias, de las ideas por escrito, del goce único de coger el libro que te dé la gana y despacharlo en una tarde.

    Sí, lo literario cabe en la calle, en la plaza, en la esquina o en la pura imaginación. La literatura echa mano de ello y lo incrusta en eso que llamamos libro. Quizás por ahí vayan los tiros, quizás en mostrar que Robin Hood o el capitán Nemo están vivos y coleando, tanto como el ruido de la plaza, la vocinglería de la esquina y los placeres de cuanto imaginamos.

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