UN LIBRO Y UNA AMIGA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    Les he contado antes que doné mi biblioteca. Salí de Venezuela con toda la parafernalia y sus implicaciones y bueno, no se puede andar con una biblioteca a cuestas, sobre todo cuando fue creciendo con mucho ímpetu y con muy pocos frenos a medida que pasaron los años. En fin, que decidí darla casi entera salvo aquellos libros enquistados en la savia, en las tripas, en los huesos.

    A veces, mientras hurgo en las bibliotecas de la universidad o mientras salgo a cazar por librerías de viejo me doy de bruces, cara a cara, con ejemplares que habitaron mis estantes. Quiero decir, libros con idéntica edición, misma portada, igual rostro y para qué decir no si sí: cargados para mí de una nostalgia que abre entonces su bocaza, muestra sus colmillos, planta sus garras en el corazón.

    Y ahí respiro hondo y me hago las preguntas a propósito del lugar – mi biblioteca, claro- que convertí en espacio para las ideas, en ámbito para coger al toro del sosiego por los cuernos y zambullirme en mundos paralelos, en puros inventos hechos de literatura. Me pregunto de seguidas: ¿dónde estarán aquellos libros?, ¿en qué manos desplegarán ahora sus velas? ¿quiénes imaginarán con cada folio y quiénes fruncirán el ceño en mis líneas subrayadas, en mis notas aquí o allá, en mis pleitos con algún autor?

    Comento lo anterior porque tiempo atrás una amiga entrañable, Diana Gámez para más señas, terminó por asombrarme. Desde que dejé mi casa leo prensa venezolana a cada rato y en esas estaba justo al hincarle el diente a alguno de sus textos. En él mi buena amiga reparaba en cierto libro que llegué a disfrutar hasta el cansancio. “Con ánimo de ofender”, de Arturo Pérez Reverte, era el objeto de sus disquisiciones.

    Como siempre, leer a Diana Gámez es un placer, entre otras razones porque su escritura le regala un revolcón al hedonista que llevo dentro. Un revolcón de buenas maneras, buen decir, buen uso del lenguaje en función de ideas que si no son dinamita acaban siendo armas punzopenetrantes. Del artículo que les refiero llevaba medio folio despachado cuando me di cuenta, alegrísimo y estupefacto, de que el libro que leyó y tenía consigo era nada menos que el que alguna vez fue mío, ahora con ella gracias a obsequio de la institución receptora de mi biblioteca. El pasmo fue de antología, imagínalo un segundo, primero porque di con las señas de uno de mis viejos libros, y segundo gracias a que no pudo caer en mejores brazos. Como ven y como ha cantado Rubén Blades, la vida te da sorpresas sorpresas te da la vida, ay Dios.

    Lo que soy yo, celebro con pitos y trompetas y ojalá el azar haga de las suyas y ella también se dé de frente con estas cuartillas. Si es así, amiga mía, enhorabuena digo y redigo desde estos confines, feliz como una lombriz, bailando en una pata, con eso que llaman esperanza -el lugar común dice que es lo último que se pierde- puesta en encontrarnos como en los tiempos idos para darle a la lengua, para arreglar el universo, para comentar sobre el último artículo o el libro más reciente que hubiéramos leído y para, como debe ser, tomarle el pulso a unas Heineken.

    Mientras tanto acabo estos rasguños, suspiro un poco, doy un sorbo a mi café, pago y me voy. Lo literario -el cuento que hoy les traje- deambula a sus anchas por donde menos lo esperamos y qué bueno que sea así. Entonces basta, para qué más. Para qué diablos decir más.

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