LECCIÓN DE JAZZ

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Uno va por la calle y piensa. Hay quienes llevan entre ceja y ceja los sinsabores del día: el triste sedimento que dejó en el alma alguna conversación perdida o la mala cara que va poniendo el jefe mientras le pides un aumento. Qué sé yo.

Lo cierto es que la calle trae a cuestas sorpresas más parecidas a cuanto sin querer se te va poniendo enfrente. A ver: caminas tranquilo por la avenida al salir del trabajo y ahí está, aparece esa persona en la que pensaste cinco minutos antes. Caminas por la vereda en el parque Metropolitano y entre la brisa y la buena vibra del espacio en el que estás, de una vez resuelves el quebradero de cabeza que te traía patas arriba. Tal cual, como en un chasquear de dedos. Y así.

La calle es una construcción que deja lelo cualquier acercamiento desde el ámbito que se te ocurra. Puede ser metáfora estupenda de aquello capaz de engullirte como si fueses un tequeño andante, puede resultar el frío hacer de funcionario público sobre un plano citadino desde su despacho en el ministerio tal, puede ser también el hervidero que sin dudas es en horas pico y hasta bien le cabe el argumento de que una calle que se respete, que se erija como tal, lleva en las entrañas a un Pedro Navaja en carne y hueso o en potencia. Sumo y sigo, ponle tú el ejemplo que te venga en gana.

Para mí las calles son una especie de concierto en vivo donde tienes asegurado el pase de primera a un lugar privilegiado. Lo que soy yo, busco una butaca en cierto café de la platea, cosa que te permite ver mejor y escuchar en dolby stereo. Entonces la vida cotidiana que se abre de piernas, que muestra sus más profundos horizontes, llamarada en la que cada quien, a su manera, ejerce un solo de algo, improvisa, protagoniza su descarga en fresco musical que se empina con crudeza y que te aplasta.

Te descuidas y Duke Ellington, poeta que llegó a escribir más de dos mil piezas, destroza el piano con la Blanton Webster Band  ahí donde un ciego se detiene a escuchar mientras la señora que lleva bolsas en las manos observa de reojo y continúa como si nada. Cruzas a la izquierda y John Coltrane desdibuja la neblina. Pides otro café y notas a lo lejos cómo se acomoda Billie Holliday frente a un micrófono desvencijado y canta, suelta la voz como una diosa y repite contigo el ritmo, la cadencia de minutos en los que hasta el pensamiento parece nacer de alguna partitura. Respiras hondo, enciendes tu tabaco, acaricias con los dedos el lomo del libro que dejaste sobre la mesa y ves a Django Reinhardt arrancarle lágrimas a unas cuerdas de guitarra.

La calle es el escenario que da vida a cuanto llevas dentro, eso que termina estrellado en la calzada, materializado en el burdel, convertido en piel, deseo y lujuria cuando lo vislumbras frente a ojos de mujer. La calle como sombra y como espacio desde el fondo que vas siendo.

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