EL OJO DE LAS COSAS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1


Hay que ver, uno supone que está solo, íngrimo en el ejercicio de un yo con yo tan saludable como acogedor, y al poco descubre lo indecible: las cosas te escudriñan, los objetos te observan, adiós privacidad, luz que te apagaste cuando menos debías.

A veces me hallo hundido en la memoria, la de aquellos días cargados sólo de mi compañía, ésos en los que el placer del libro entre las manos, la taza de café o la habitación vacía eran sinónimos de lugar recóndito en pleno centro de la casa. Entonces me sorprendo magullado por el presente, convertido en bicho sobre el portaobjetos, un himenóptero cuyas alas, antenas o patas son la delicia del ojo de las cosas.

Tal como lo lees: el ojo de las cosas. Porque a estas alturas lo que soy yo doy ciega fe de que una silla, o este escritorio pongo por caso, pasan revista a cada movimiento, a cada texto escrito, y lo que es peor, a cada pensamiento que sostengo frente el espejismo del hombre solitario que goza de lo lindo en el fortín de las cuatro paredes que lo encierran. Menuda fantasía, atrévete a decir que no.

La otra vez estaba en el sillón junto a la biblioteca y pude sentirlo como siempre. El libro que leía hizo lo que yo con él -tal cual, lo que yo con él- y ahí, como por arte de magia fui hoja impresa o como diablos se diga, de modo que mi ser, el ente -perdonen la palabreja, el feo academicismo- que según estudiosos y filósofos uno siempre es, se desmigajaba, era leído, se decodificaba por completo gracias a la novela que me traía de cabeza, todo yo desintegrado en texto, en lenguaje hecho carne y hecho huesos, partenogénesis de mí ve tú a saber por cuáles razones del misterio que da pie a todo esto.

La verdad es que las cosas nos observan, asunto del que no escaparás por mucho que te escondas, al punto de que no tienes secretos, no hay seguridades, no estás a salvo en lo que suponías tu mundo, tu universo, tu inconsciente y qué sé yo qué otras patrañas adicionales, lo cual deriva en verdad que pone los pelos de punta porque lo único cierto es la mirada, el Gran Hermano y su dedo índice que apunta a donde quiera que te encuentres.

Para muestra un botón: la cafetera. Te hace la peor jugada cuando más la necesitas, así que olvídate, pretendes encender la máquina, tienes el café molido a punto, el agua en su lugar, la taza con azúcar, ¿y qué ocurre?, pues que se traba justo ahí, no cuela, no procesa, no funciona por más golpes, maldiciones e intentos que lleves a cabo. Hasta que después, mucho después, pruebas de nuevo y sí, entonces sí, preparas tu café, disfrutas la bebida y aquí no ha pasado nada. Ya digo: eres hurgado, todos los ojos se clavan en ti a cualquier hora.

Que la cafetera te observe para de seguidas hacerte una broma, pasa. Pero que las cosas te miren y cada una de ellas acabe sacándote la lengua es realidad que descubrí hace tiempo y no estoy dispuesto a tolerar. Así que opté por el minimalismo. No por razones estéticas, decorativas y demás frivolidades semejantes, sino por pura y dura condición vital. Un ejercicio de practicidad existencial que de no hacerlo implicaría un cuartucho en el manicomio más cercano.

Pero a ver si nos entendemos. Que las cosas se inclinen con ojo escrutador sobre nosotros es una verdad de Perogrullo. Que vivamos bajo la lupa de entomólogos rodeándonos aquí y allá no acepta la más mínima duda. Que Orwell haya acertado de medio a medio en su futurológica entrevisión es una piedra que te aplasta. De manera que entre tal secuencia de obviedades soy ahora casi un monje. Apenas lo indispensable, apenas lo mínimo y se acabó. La renuncia a una licuadora, a una lámpara, a un control remoto como forma nueva de vida que, si a ver vamos, tiene muchísimo de ventajoso. Y no me vengas a decir que no.

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