UNA VISITA PARA RECORDAR

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    En el parque Federico García Lorca, en Granada, se encuentra la Casa Museo del mismo nombre. Ahí vivió el poeta andaluz sus últimos días antes de que lo asesinaran. Compro junto con Daniel, mi hijo menor, el par de boletos y entramos en absoluto silencio. El objetivo es reverenciar desde el primer instante la memoria del artista. Su casa de verano -la de sus padres, para ser exacto- nos han dicho que respeta y guarda el contenido original de cuanto la habitó.

    El piano que tocaba Federico, los muebles de la sala, sus pinturas, las fotografías de familia, el escritorio donde se entregaba a la escritura, la cama en la que supongo solía echarse a descansar frente al ventanal que enmarca la Sierra de Granada, todo, todo se halla como en aquellos días finales, los de julio. Al poner un pie en la Casa, la sensación es de viaje al pasado, viaje que acaba en la detención y muerte de un hombre hecho para la vida.

    Daniel curiosea en la planta baja y yo subo a la primera estancia. Imagino una película, me hago a la idea de que llegué a un plató en el que soy espectador y a la vez protagonista. La habitación del poeta me asombra y me conmueve. Sencilla, diría que muy hermosa, se nota en ella que cada objeto guarda disposición para los libros, para la lectura, para la belleza. El cielo azul de Granada, como un zafiro que revienta la ventana, contrasta a esa hora con el blanco incandescente de las nieves que cubren la montaña. Comento con Daniel, que acaba de subir y me ha alcanzado, el prodigio que en las primaveras debe ser este jardín que se despliega abajo. Regalazo para los ojos. Entonces casi observo al escritor haciendo de las suyas en este edén que todavía en aquellos tiempos distaba diez o doce kilómetros de la ciudad.

    La cocina, el comedor, cada espacio y hasta el mínimo rincón son memoria recobrada capaz de aplastarte la nariz mientras el aire que respiramos pide a gritos un minuto, todos los minutos de silencio para la poesía. Y pienso de seguidas en que hay museos cuyas identidades están marcadas por la inexistencia. Lugares sin espíritu y sin vida. Pero aquí el tiempo le plantó cara a los minuteros, hizo mutis para ofrecerte todo un mundo y una intimidad. Uno de los lugares más queridos de García Lorca nada menos que al alcance del corazón.

    En la sala observo algunos de sus dibujos. Los veo y me llega cierto poema, uno de los suyos, y susurro a Daniel algunas líneas. Vislumbro, juego un poco, pienso que quizá estos trazos han sido testigos de otra creación, la del hombre lápiz y papel y poemas en mano, uno de los cuales ahora mismo he podido recordar. Me gusta suponerlo así, y me hace gracia, ocurrencia que no voy a negar por imposible.

    Hace una punta de años Mariano Nava, amigo muy querido quien en ese entonces terminaba estudios en esta ciudad, tuvo la deferencia de llevarme a Venezuela una bellísima edición de “Poeta en Nueva York” y cómo no, la sensibilidad del granadino, libre y arrolladora como toro de lidia, abrazaba en cada verso, en cada ilustración -era una preciosa combinación de texto y dibujos del autor-, en cada página. La obra comprendía un diálogo entre García Lorca poeta y García Lorca artista plástico, de modo que el resultado, aquel libro de fábula, enarbolaba una fiesta para los sentidos, un revolcón de los afectos. Hoy me atrapa el mismo sentimiento. La Casa Museo Federico García Lorca es un porrazo para la nostalgia, la ternura o la amistad, un sacudimiento bienhechor, algo así como el resorte que te empuja, que te acerca a la estatura de un ser como pocos en este perro mundo, a ver si captamos y a ver si nos quedamos con siquiera algo de cuanto a él le sobró.

    Al acabar la visita nos vamos con la certeza de haber salido de un templo. Daniel y yo nos alejamos tal como llegamos: en silencio, felices ambos, seguros ahora de haber sido tocados por una mano sublime. 

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