RECUERDOS A QUEMARROPA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    La memoria hace de las suyas cuando menos lo espero. Somos humanos, somos bichos que recuerdan, lo cual tiene su puntito bueno y sus lunares oscuros, qué le vamos a hacer.

    Pienso en lo anterior y los ejemplos llueven a mansalva. Podría, y seguro que también tú, escribir un tomo grueso sólo para contar efectos deseables o no gracias a las remembranzas. Y cuando éstas rozan o penetran del todo en lo feliz, en la nostalgia, en lo sublime o en lo simplemente alegre, vaya por Dios que en los recodos de esto que llaman existencia brilla con luz propia el lado difuminado por el tiempo de mucho cuanto ha sido nuestra vida.

    Me veo en la Mérida de Venezuela a poco de morir mi padre. Camino por el centro, soy una especie de autómata que estudia en la universidad, que debe rendir exámenes, que ha sentido el hachazo de la muerte en las entrañas. Entonces cierto aroma me lanza al pasado de cabeza. Un hombre mayor lleva un puro entre los labios y sus bocanadas me cogen por el cuello. Bofetadas, martillazos bien pegados. Mi viejo enciende su Bermúdez, se sienta, me mira, fuma. Lo seguí tres cuadras, lo seguí por cuatro o cinco, no lo sé, para que el recuerdo a quemarropa llegara a lo más hondo, sin misericordia.

    Cambio de escenario pero no de tema. Soy alguien que camina solo, que pasa los días solo, que vive ahora solo. Avanzo por el parque, giro a la derecha, tomo rumbo hacia la avenida de los Shirys y escucho la voz, oigo cómo llama una y otra vez a su papá: aguda, clara, de niño. El efecto es instantáneo: Daniel, quien estudia lejos, y Camila, quien va a una universidad más lejos aún, aparecen frente a mí. Tienen seis o siete años. Entonces atravieso el día entre suspiros errantes, acosado por el impulso de subirme a la primera cosa que vuele, que viaje, para engullir las doce horas que sirven de muralla.

    Varío otra vez el decorado. Ahora es un café de algún pueblo andaluz. Observo el cielo chorreado de colores a las seis y media de la tarde. Es invierno, el frío pela, un hombre camina del brazo de una dama. Ella anda despacio, los años comienzan a pesar. Lo obliga a un ritmo lento y noto entre los dos la silueta del cariño, ahí sin más, deslizándose como dedos en un guante, como mano sobre lomo de gato, y soy yo años atrás junto a mi madre en una calle del pueblo de mi infancia.

    La reminiscencia te acribilla, te desnuda y no hay defensas. Ni las buscas ni te importan. Eres morriña andante, miras alrededor, alzas la vista -o la bajas- y el cúmulo de átomos, moléculas, humores viscosos y humanidad echada a las calles en que te has transformado aparece con toda nitidez en la foto fija del que fuiste, del que vas siendo y del que acaso serás.

    No sé tú, escribí al comienzo, pero en mi caso la memoria hace de las suyas cuando menos lo espero. Resucito como un hombre mejor, asimilo el impacto que termina en aplastamiento, con la diferencia de que semejantes toneladas son una caricia, un vuelco del corazón, el yo que entre sueño y duermevela saca de nuevo las uñas, las afila, hace que brillen.

    Uno está hecho a imagen y semejanza de las evocaciones, lo que nos bendice o nos maldice según las circunstancias. Somos humanos, qué más da, y es bueno que así sea, por los siglos de los siglos de los siglos, amén.

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