UN ELEFANTE EN LA HABITACIÓN 

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Los recovecos de la mente humana son laberintos sorprendentes. Que esto sea así implica una maravilla, pues ahí se fundamenta la inspiración, la creatividad, el fuelle para hacer arte o llegar a las estrellas.

Y de semejante realidad toma impulso un hecho que también me asombra: gente incapaz de contrastar ciertas ideas con el mundo circundante, con lo que se extiende más allá de su epidermis, uno que de golpe aplasta la nariz y revienta hígados sin misericordia.

Tengo amigos, conocidos, créeme, personas refractarias a eso llamado insensatez, que a este kilometraje de sus crímenes defienden todavía a Chávez, a Maduro, a Cabello, a William Saab y al gobierno como un todo en nombre de la ideología que llevan incrustada hasta en la bilis. Ideología, claro, que cobra carnadura en función de un universo fraguado a través de los años: las peroratas de Fidel Castro, el resentimiento de la izquierda carnívora latinoamericana, las cancioncitas de la Trova, las estupideces de los gringos en política exterior durante la Guerra Fría, más algún tardío romanticismo heredado de las gestas libertadoras. Lo anterior genera una premisa: gente como Hugo, como Evo, como Nicolás o como Lula son nada menos que neoindependentistas, los muchachos de la película, los últimos refresquitos del Sahara, mandamases por obra y gracia del ideario revolucionario que sembrará el Paraíso en la Tierra y por ello dignos de culto, de corona y de cetro. Y lo anterior genera además ruda conclusión: como no espabilan los pobres, soberbio coñazo les espera al caer de esas alturas.

Siempre me he preguntado por qué Neruda cantó loas a Stalin, por qué Heiddegger murió con el carnet de nazi en los bolsillos, por qué Michel Foucault o Walter Benjamin se inclinaron ante la hoz y el martillo, por qué García Márquez defendió como nadie a los hermanitos Castro, por qué Carl Schmitt, György Lukács y compañía sucumbieron a los cantos del poder despótico, por qué Pablo Milanés y demás compañeritos de viaje ofrendaron su talento arrodillándoseles a un dictador. Hace buen tiempo Mark Lilla escribió un libro (Pensadores temerarios, ed. Debate) cuya fascinante realidad no termina de propiciar las respuestas necesarias, aunque suponga esfuerzo extraordinario. De cualquier modo, la verdad es que los pasadizos de la mente humana -la de los de a pie o la de individuos con demostrada solvencia intelectual- no entrañan necesariamente aciertos, prudencia, cuidados a propósito de sus quehaceres políticos, arrebatos, cegueras y debilidades frente a los poderosos. En fin, es preferible que el recelo, la duda, el ceño fruncido estén presentes, de manera que el alegre obsequio de cheques en blanco a dictadorzuelos e iluminados tan caro a la feligresía revolucionaria en Latinoamérica, pierda impulso y más temprano que tarde acabe sus días como maña deleznable que mucho daño, a tantos, llegó a generar.

Tengo amigos que a estas alturas excusan a Maduro, dan otra oportunidad a ese bebé de pecho llamado Diosdado, comprenden el buenismo para nada que surfea en almas como las de El Aissami o Jorge Rodríguez y, en fin, sueñan, como si de Bambi se tratara, que “la era está pariendo un corazón”, según letra del no menos alcahueta Silvio. ¿Por qué? ¿Qué razones profundas se deslizan bajo tales disparates? Me inclino por la evasión de realidades circundantes, esas que están ahí, golpean duro, directo a las machorras bolas, pero de algún extraño modo dejan inexplicable espacio para la esperanza. Mis amigos sienten que el piso se les mueve de los pies, que las certezas les estallan en la cara, que el lindo panorama trocado en rosadito por la ideología fue a hacer puñetas lejos. Y no, eso no puede ser verdad. Eso no puede permitirse.

Las locuras de un Chávez presidente, los crímenes de Maduro y sus adláteres, los Derechos Humanos como papel mojado, el genocidio a cuentagotas que sufre un país potencialmente riquísimo, el hambre, la escasez y la enfermedad como hechos cotidianos son las consecuencias de un hacer desde el poder devenido en camarilla pútrida, en piltrafa gobernante capaz de lo impensable sólo para resguardarse otro día más en Miraflores. Un elefante deambula por la habitación y algunos miran para otro lado. Dan por sentado que no existe, juran que el mundo, debido al poder de sus anhelos, devendrá en lecho de rosas.

 

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