A LA ORILLA DEL CAFÉ 

por

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

 

Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad
hasta la última migaja de sueño.

Julio Cortázar

En la mesa de un café la vida se detiene y se transforma en cine. En una película, quiero decir. Desde hace muchísimo sentarme en un café tiene implicaciones de aproximación al hecho artístico, en esencia porque darse a la tarea de contemplar el rollo cinematográfico que se proyecta mientras estás metido de cabeza en tu trinchera se parece mucho a arrellanarse en una butaca de la sala oscura.

Desde el café contemplas una obra que se hace en función de tu mirada. Notas a una mujer, por ejemplo, que camina con dos bolsas en los brazos, observas a un señor entrado en años que pasea a su perro, escuchas la sirena de esa ambulancia que se traga la luz roja, el grito de un joven a lo lejos, y ahí tienes una historia, quizás el inicio de una puesta en escena que va a desembocar mucho después en desenlace sorprendente. La vida como haikú en plena rutina, los días como martillazos sobre el dedo índice.

En la atalaya que es mi café predilecto tiene lugar la búsqueda infinita de lo que probablemente carece de respuesta. Intento explicarme: en él creo hallar las condiciones para entender de otras maneras lo que de suyo, normalmente, asumo como hecho dado y refrendado. Dicho de otro modo: pretendo buscarle cinco patas a los gatos y entonces cuatro más dos ya no son seis. Quizás ahí descansa el secreto para darse de frente con ciertas soluciones, con variantes felices que llevan, como si fuésemos jazzistas de lo cotidiano, a improvisar notas renovadas, registros inexplorados, otras invenciones también aptas para el consumo humano.
Lo cierto es que ubicarse en la silla del café pasa por erigirse espectador, lo cual sirve entre otras cosas para comprobar de nuevo cómo las aguas que corren bajo cualquier puente tampoco hoy se parecen demasiado, bendito sea Heráclito y sus ocurrencias. Entre sorbo y sorbo el hombre que habla por su celular y la pareja que se come a besos mientras enciendes un tabaco guardan más que algo en común, y tú mismo, quién lo hubiera mencionado, de seguro tienes un papel en esa trama.

El cine de todos los días cabe en una taza humeante, en las bocanadas que poco a poco echas al mundo justo cuando se apagan las luces, cruzas las piernas, te pones cómodo y empieza la función que inventas sólo para ti. Ahí siempre esperas a Godot, siempre una interrogante se acaricia, se abraza por completo con otra que llega de inmediato, y no encuentras las respuestas pero estás pensando, pensando, pensando ésto o aquello, y después sonríes o frunces el ceño, blasfemas o bendices, haces una mueca o asientes y así, hasta que estrellas el tabaco contra el cenicero, bebes el último trago que exprimes a la taza y te largas con la ilusión de que el mundo navega en tus bolsillos.

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