EL CAFÉ DE JARAMILLO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Como les he contado antes, me gusta sentarme en los cafés a contemplar, a ver pasar la vida. En ellos pienso, escribo, leo, y a lo largo de los años terminé siendo fiel a algunos pocos.

    En Upata, Puerto Ordaz o Caracas hice de cuatro o cinco  ese lugar al que llegas, tomas asiento, enciendes tu tabaco y las cosas empiezan a perfilarse de otro modo. En París hubo uno, Terrasse 17, donde acudía todas las noches a leer en una mesa con dibujos surrealistas de lo más llamativos. En Quito tengo unos cuantos que no cambio por nada a estas alturas.

    Pero ninguno como el café de Jaramillo, en la entrañable Mérida. Viví los años universitarios en esa ciudad, que también fue un hogar -no cualquiera merece el sustantivo-. En la avenida 4, en pleno centro y a media cuadra de la plaza, el café de Jaramillo apenas se distinguía. Mínimo, sin aviso que lo identificara, sólo si mirabas hacia adentro por la única puerta de entrada y de salida te percatabas del asunto. Café de tres metros por cuatro, par de mesas, barra humilde e iluminación precaria.

    Ahí, en el pasillo formado entre aquella barra y la pared de fondo hallabas de pie a Jaramillo. Hombre de mundo afincado en una Mérida que lo atrapó por su belleza, conversador, cascarrabias, lanzaba improperios cada diez minutos a fiscales de tránsito que hacían sonar sus pitos desde la  vereda. En uno de sus extremos, sobre la barra, la máquina para el café daba cuenta del espacio como una extraña nave sideral. Era una Gaggia viejísima que en aquellos tiempos debió tener más de cuarenta años y vomitaba sin pudor el peor café sobre la faz de la Tierra. Pero qué importaba eso, el café de Jaramillo era mágico por donde lo vieras y al poner tus zapatos en él accedías a otra dimensión. Todo ayudaba en un escenario de película: el aroma del grano molido, la estampa literaria del dueño -como salido de un cuento de Cortázar-, los afiches, cuadros, avisos publicitarios en las paredes y la Gaggia, rodeada de un vapor que jamás se disipaba. En fin.

    Cada tarde acabé yendo a ese lugar fantasmagórico por el sencillo placer de conversar con aquel hombre y verlo metamorfosearse en mil individuos diferentes. Gentleman cuando los interlocutores daban para ello, viejo de muy malas pulgas si quienes pedían una Pepsi eran colegiales alborotadores, galán piropero en medio de señoras de buen ver, y así. El café intragable del monstruo sobre la barra apenas era un mal menor porque Jaramillo pasó a ser la parada necesaria a las cinco de la tarde. En sus mesas polvorientas escuché, presencié, tuve frente a mis narices el teatro de lo más genuino multiplicado por cien.

    A un lado el Santa Rosa, amplio y cómodo, entraba de lleno en el imaginario de lo que entendemos por el típico establecimiento de un café venezolano. Muchas veces, mientras pasaba frente a él, vi a Ednodio Quintero íngrimo y solo, con su taza y su cigarro y su rostro hundido en pensamientos quizás soñando un cuento. Si caminabas algunos metros hacia la plaza y atravesabas la calle, te dabas de bruces con el Rodos, éste sí, café pomposo con terraza y pretensiones que para entonces poco llamaban mi atención.

    Cuando terminé los estudios dejé Mérida y por cuestiones académicas regresé ocho años después. Llegué a un congreso en el Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad de Los Andes, espacio al que aparte de lo profesional me unían afectos muy profundos. La ciudad que me había marcado desde mil horizontes continuaba ahí, cálida y hermosa, lista para saborearla como lo había hecho tanto tiempo atrás. Vagué por la avenida 4, busqué con ansias el café de Jaramillo como si nunca me hubiera ido, como si aún el estudiante que fui, mochila al hombro, se dirigiera una tarde cualquiera a ese recinto novelesco. El Rodos lucía igual, el Santa Rosa permanecía en su sitio y el café de Jaramillo, cerrado ahora, dejaba ver un anuncio comercial sobre el marco de la puerta. Era una tienda de pantaletas, sostenes, perfumes baratos y bisutería. Estuve contemplando un rato, volvieron los recuerdos, entonces seguí mi camino. Había acabado un mito.

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