EL DULCE ENCANTO DE LO COTIDIANO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Tengo la impresión de que esa cosa llamada realidad a veces nos pone de cabeza. Muchos creen que lo extraño o lo insólito, situaciones cargadas de pólvora que terminan haciendo bum por el lado más flaco, sólo ocurren cada tantos años.

    Jejeje, y se equivocan, por supuesto. Juro y rejuro que este mundo posee menos compartimentos estancos de los que te imaginas. Lo uno y lo otro viven abrazados, besuqueándose a plena luz del día y allá tú si esperas la noche, sus embrujos, sus mitos o sus sombras para darte de bruces con lo inesperado.

    En lo que a mí respecta -como diría un señor muy serio y para remate rascándose las barbas y enarcando mucho las cejas- soy la abstención completa en tales menesteres. Traducido a mi lengua: conmigo no cuenten para eso. A diario lo más raro del universo cabe entero por la hendija de lo cotidiano, de modo que olvídate de lo demás: a mediodía, a cualquier hora de la tarde o mientras disfrutas del café luego del almuerzo ahí está, la caja de Pandora libera sus aromas, suelta sus demonios, entra de cabeza -por puerta principal o por ventanas- a la sala y se acomoda sin vergüenza en el sofá frente a la tele. Dime tú qué le podemos hacer.

    De niño tenía la seguridad de que la vida era un gigantesco plató de filmación. Cuanto hacías o dejabas de hacer siempre iba a parar al lente de una Sony, manejado con habilidad por el Fellini de turno, así que vivir consistía en sumergirse hasta las narices en una película sin fin. Después me dio por pensar que en la calle todo automóvil implicaba la versión menos humana de ciertos personajes conocidos. Mirar de frente al Ford Fairlane 78 impresionaba por el parecido con el tío Francisco. El parachoques, los focos, la cara del Fiat Superfiorino del 80 expresaba el vivo retrato del primo Edgar, y así. 

    Más adelante, quizás a los once o doce años, gocé encontrando a mis actrices favoritas. No me lo creerás pero en la calle Miranda de Upata, justo a media cuadra de la plaza, topé de frente con Ursula Andress. En cierto punto del mercado, por la esquina de la Ayacucho, noté que caminaba hacia mí nada menos que Uschi Digard, con sus piernas de infarto, culpable de sueños eróticos a diario. Y sólo para darles otro ejemplo, en plena adolescencia me divertí hasta lo indecible sentado en algún banco y mirando los zapatos de algunos caminantes. Imaginaba el rostro de la joven, del chiquillo andando con su madre o de ese anciano que lucía bastón, anteojos y mocasines brillantes y de trenzas. Al cerrar los ojos y soñar fisonomías, y luego abrirlos, tenía enfrente la cara que daba por exacta mi elección. Créeme que todavía hoy experimento asuntos similares pero no, qué va, olvídate de que los cuente aquí.

    Hay escritores, pongo por caso, que se dicen hacedores de historias sobrenaturales. Bien por ellos. A mí me parece un disparate semejante afirmación, sobre todo cuando la rutina, esa señora desdentada tan llena de bostezos para tantos, en verdad acaba por obsequiarte una patada en la nariz.  Leía el otro día a Juan José Millás y como liebre saltó a la palma de mi mano una frase que fue bala en el centro de la diana: “existen autores que buscan la puerta de lo fantástico. Yo busco la puerta de la realidad”. Entonces dije hay que ver, mira a este individuo que anda por ahí con muchísimo en común contigo, y qué bueno y qué divertido sería convidarlo a un café, a una cerveza o lo que sea, mientras enciendes tu tabaco y charlan de lo que les dé la gana.

    Aquí, sentado en esta mesa que da al fondo de una terraza adornada con calefactores llamativos y macetas de flores apiñadas, distingo a un hombre embutido en sobretodo negro. Lleva lentes, hojea el periódico, usa bufanda gris y observo un libro -no alcanzo a leer cuál- a un lado de su taza. Juan José Millás goza tanto de la tarde como yo.

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