LOS RUIDOS DE LA CASA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Las casas son como una selva: en medio del sosiego emanan ruidos de lo más extraños.

    Para comenzar, sácate ideas raras de la testa. Nada de fantasmas o cosas por el estilo. De una buena vez te digo que espantes, de un manotazo y como si fuera un moscardón, la imagen de lo inexplicable que te acaba de coger por el pescuezo. Como insinúo arriba, toda casa trae consigo sus particulares señas, sus traqueteos a media noche, sus pisos de madera crujiente y sus ventanas que de golpe se cierran porque el viento, sí, esas corrientes de aire que terminan haciendo de las suyas.

    Lo cierto es que esta casa se las trae. La otra vez, mientras miraba un programa de la tele, escuché martillazos en la cocina. Claro que me levanté y fui a averiguar, y claro que el silencio casi se materializaba. Regresé a la sala y al minuto otra vez el mismo ruido. Fui de nuevo a la cocina en tres ocasiones pero olvídate, el único sonido era el de la nevera.

    Después, quizás a la semana, la ducha se abrió como por arte de magia. Revisé los pomos, cerré el que estaba a medio abrir, verifiqué luego las tuberías, todo en absoluto orden. Si con los martillazos dispuse que mi imaginación andaba acelerada, ahora concluí que habían cortado el agua, que el servicio fue repuesto cuando por equis razón yo mismo había cerrado no del todo alguna de las llaves.

    Es que las casas son como la selva, se cuelan bichos -lo de los insectos es para un escrito aparte-, oyes de todo, y si no tienes los nervios templados en un tris acabas imaginando lo más fácil. Las novelas de misterio son eso: historias de suspenso que nada más existen en la dimensión bien definida del universo literario, de modo que duendes, espectros, personajes semejantes se los dejo a Henry James, a Howard Lovecraft o a Bram Stoker. Un cerebro calenturiento he tenido siempre, pero las altas temperaturas me abrasan y me ocupan en otros menesteres.

    Doy por hecho que cuanto refiero aquí lo has intuido antes. En tu casa o en la de cierto conocido se darán escenas parecidas, así que en el fondo no cuento nada nuevo. Una casa es casi un cuerpo vivo y, ¿quién no escucha o no siente a su propio cuerpo? Los murmullos que emite, las contracciones y temblores que de pronto lo asaltan, el flujo de líquidos que percibes, el chirrido seco de sus huesos, en fin, los cuerpos también como una casa llena de signos que de tanto estar en ti no sorprenden demasiado, aunque te cueste explicarlos.

    Leía hace poco un relato de Iván Égüez, autor ecuatoriano que es buen prestidigitador de palabras. El texto se llama “La banca del parque” y en él alguien, un novio que espera a su amada sentado al aire libre, a fin de cuentas se halla con un fantasma, porque ella ha fallecido. Lo leí absorto, en completo trance, echado en el sillón de cuero verde que yace al pie de mi biblioteca. Al acabar, escuché ruidos en una de las habitaciones, como de escobas y cepillos, como de alguien en labores de limpieza. Supuse que Magdalena había entrado en silencio e iniciado temprano sus labores. Al rato, los ruidos desaparecieron. Sonó el timbre y la señora Magdalena, apenada, daba explicaciones por la demora en llegar. Lo dicho: una casa es como una selva, y es que en medio de la nada emanan ruidos de lo más extraños.

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