ERES DEL CARBONÍFERO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Les he contado en otras ocasiones que suelo levantarme temprano y mirar cómo el amanecer se cuela quietecito, que me gusta el silencio en carne viva, que entonces preparo café y le echo una ojeada a los mensajes del móvil. Todo por el simple goce, placer que a tales horas tomo como preludio de un día cargado de cosas buenas.

    En ésas andaba hace poco cuando llegó un whatsapp que escuché y dije coño, es que hay que ver. Desde muy joven atrajo mi atención cierta capacidad, o tendencia o como diablos se llame que tiene el bicho humano para sustituir, o intentar sustituir realidades en un álbum cuyas barajitas son cada vez menos evidentes. A ver si me explico: lo que escuché fueron quince segundos de cantos de pájaros. Una grabación perfecta. La evocación sublime de una selva tropical en plena algarabía sonora.

    A lo mejor el asunto está requetebién y cualquiera se echa un viajecito entre nostálgico y sanador a aquellos ámbitos donde lo rural, lo telúrico, lo más próximo a eso que llaman naturaleza hace de las suyas y mira, baja la adrenalina, se incrementa la serotonina, fluye sin obstáculos, dicen los que saben, desde los núcleos supraóptico y paraventricular del hipotálamo una hormona nombrada oxitocina, hasta que ya, listo, terapia consumada, qué relax espléndido y qué que falta la que hace, cómo lo vas a negar a estas alturas.

    Oí el whatsapp y me vi a los once o doce años con un tomo de la enciclopedia Descubre entre los brazos, regalo de la tía Esther. Me impresionó una foto hecha en Pekín, o en Tokio, ya no  recuerdo con exactitud. En ella la calle, saturada de carteles, publicidad, neón y transeúntes muestra lo que en mi asombro de chiquillo jamás pude olvidar: todos los caminantes llevan tapabocas, por motivos de contaminación, no por pandemia. De golpe vislumbré un asomo de lo falso, de vida trastocada, de absurdo metido hasta las narices en lo cotidiano, cierta impostura inexplicable flotando ahí, entre la foto y yo como basura en el ojo o como esa piedrecilla que nunca falta en el zapato.

    Después, con el tiempo llegó el sonido de las olas en la playa, de la lluvia en el trópico, de los grillos en plena noche de verano, todo en casettes, discos compactos, mp3, Youtube y etcétera etcétera. La misma sensación, idéntico desbarajuste clavado en el plano impersonal que siempre acaba por distorsionar el cuadro. Qué le voy a hacer, es subjetivo y es extraño y dale el nombre que te plazca, pero cada vez que ocurre pienso en un intercambio de a por b en el que b es gato encerrado, gato por liebre, magia con trucos a la vista, dime tú si no.

    Me pasa con las reuniones vía Zoom, me pasó cuando hace tiempo alguna moda tecnico zoológica, ve a saber qué demonios será eso, propuso crianza y cuidado de perros virtuales como mascotas, y me pasa al percatarme de cuántos ofrendan veintitrés de veinticuatro horas al día a sólo mirar el celular. Suma y sigue. Un poco de esto refería Serrat, si la memoria no me hace jugarretas, al cantarle a quienes optan por regar flores de plástico.

    Sé que soy un cavernícola -eres del carbonífero, me han dicho con razón-, así que no tienes que volver a recordarlo. Para más señas y como derivado lógico de lo anterior, soy por supuesto un desfasado, bicho infecto además de extraño, cuestión impopular donde las haya de modo que en tal sentido recojo mis aperos y tiendo campaña bastante más allá. Se acabó, asunto resuelto. Pero el whatsaap de los pájaros alborotó recuerdos y desnudó otra vez sensaciones que de cuando en cuando no está mal observarlas ahí enfrente. Por estupidez, por mala entraña, el síndrome del avestruz vive y colea graznando a su manera entre nosotros. Ya Ludovico Silva escribía por ahí: “últimamente se piensa mucho en la vida, sobre todo en la vida in vitro”.

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