UNA MOSCA ME MIRA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Ahí está, sobre la mesa. En el lugar acostumbrado, a la hora acostumbrada, café, tabaco, agua mineral y pluma en mano pretendo continuar con Georges Perec.  Lo infraordinario es un libro que empecé hace un par de días y quiero despachar ahora.  “¿Cuántos gestos son necesarios para discar un número telefónico? ¿Por qué?”, se pregunta el francés. En él, a lo largo de las sesenta y nueve páginas que he devorado hasta este instante, ha sido imposible no tener en mente a Cortázar, por aquello del mundo, sus causas y consecuencias, todo bajo la lupa y bajo el entramado que implican los mil y un porqués en relación con los hilos que nos unen, a ti, a mí y a todos en esta red de redes que es la cotidianidad.

    Ha sido imposible no tener en mente a Cortázar y a Breton, el Breton de la Nadja, especie de Rayuela a su manera, prima hermana de ese otro monumento que es El Perseguidor. Y se me viene también a la cabeza Feist con su canción: “¿Qué es lo que nos separa?, ¿qué por casualidad nos reúne?, ¿por qué tantas salidas y llegadas en esta ronda infinita?”. Ahí caben de cabo a rabo la causalidad, el encuentro inesperado, los caminos cruzados entre anhelos y miedos, las concordancias imposibles del tú atravesando una calle y el yo en dirección opuesta hasta hallarse frente a frente contra toda aritmética, contra Descartes planchado, cuadrado, perfumado.

    Ahí está, sobre la mesa. Inmóvil. Noto que me observa, admito sus múltiples ojos escudriñando a un ser con jeans, camisa a cuadros, saco marrón y boca de dragón humeante que a veces lee y a veces rasguña un trozo de papel mientras cada tanto acerca la taza al paladar. Hemos sellado un pacto: la geografía que ocupa nada tiene que ver con mi territorio a lo largo y ancho de este mantel blanco. Me mira con tranquilidad y piensa, seguramente calcula, mide casi con desdén al otro que tiene enfrente.

    “Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja de sueño”, escribió el buen argentino. La verdad es que más que razón, Cortázar tenía mucho de olfato existencial, de intuición, ésa que trasciende lógicas comunes y corrientes e inventa, o descubre o qué sé yo, realidades más porosas. Me observa, está ahí, como si nada, y sonríe y se frota las patas delanteras en un gesto de reflexión profunda, de deleite a propósito de cuanto esta tarde la casualidad, la causalidad, ve tú a saber qué más, ha puesto frente a sus narices.

    Me pregunto qué estará tramando. Me respondo: disfruta el panorama, ríe ahora a mandíbula batiente en medio de la marejada, a merced de la puesta en escena que personificamos. Sí, me observa, pasa sus ojos compuestos por mi humanidad. Escribo y ahí permanece, como una máquina de pensar que erige premisas, ata cabos, escupe conclusiones y reta a cualquiera a contemplar el mundo desde su horizonte. Soy un bicho, estoy hecho un insecto y desde su trinchera, sobre la superficie blanca continúa hurgando, yo en el portaobjetos, ella pegada al lente surcando espacios, derivando teorías, axiomas, realidades quizás parecidas a las mías.

    Termino de leer, termino de escribir, el camarero anda cerca y aprovecho para solicitar la factura. Pago y me levanto. Me sigue, me sigue desde su otra orilla. Levanto el brazo, me atrevo a hacer un gesto como de despedida. Ella mira, quieta como un punto negro en plena estepa siberiana. Recuerdo otra vez a Perec, a Cortázar, a Feist, a Breton. Sigo recordando.

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