LAS PUERTAS GIRATORIAS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    No sé tú, pero  a mí siempre me atrajeron las puertas giratorias. De entre los misterios que el mundo ponía enfrente, siendo niño la maravilla de unas puertas que para empezar daban la impresión de cualquier cosa menos de ser puertas ganaba condición de quebradero de cabeza, de enigma irresoluble que me hacía perder horas de sueño.

    Es que una puerta es una puerta, dime tú si no, con lo que por elemental lógica el niño que fui llegó a la conclusión más expedita: sirven para entrar o salir, para desplazarse de A a B pasando por ellas sin mayores sobresaltos. Y aquí, justo por alguna hendija imperceptible se cuela de cabeza un no sé qué hundido en aguas de lo extraño, porque no me negarás que una puerta giratoria es el huevo rompiéndose en la bolsa, el chirrido escapando de la tecla cuando está desafinada.

    Recuerdo la primera vez que di con ella. Mi madre me llevaba de la mano y a cierta altura de la calle Z el edificio del Banco Caroní, nuestro destino inmediato, se alzaba como meta que cruzaríamos en un instante. Entonces apareció como si nada, alta y circular, recóndita e indescifrable, con esa invitación al acertijo que descubres en ciertos objetos desde la primera vez que los tienes enfrente.

    Las puertas de mi casa, la del salón en el colegio, las puertas de la Iglesia o del supermercado, las puertas de la heladería e incluso la más sorprendente de todas, esa que abre y cierra con sólo pulsar un botón en el estacionamiento, ninguna como aquella ante la que me detuve en seco, cargado de intriga y desconcierto. Así fue como entramos a esa puerta, cruzamos el umbral y  accedí a una dimensión desconocida.

    Las puertas giratorias te mudan de aquí para allá. Después de atravesarlas pasas por ellas hasta que, cosa nada fuera de lo común, yaces en un punto distinto al que partiste. Pero lo extraordinario consiste en darte de bruces con cierta verdad tan machacadora como un piano cayéndote encima desde un séptimo piso, es decir, te percatas de que  las puertas giratorias también pueden llevarte del sitio en el que estás a ése mismo en que te encuentras. Paradoja y estupor, hachazo y deslumbramiento, das en pleno camino con una revelación metafísica, nada menos que la movilidad inoperante, el espejismo de la mentirosa traslación.

    La inventó Teophilus Van Kannel y mira qué forma de resquebrajar certezas tuvo este señor. Una puerta que te arroja al punto de partida no es cualquier minucia, cosa que para el niño que iba siendo guardaba poco de elemento cotidiano y mucho de fascinación y de ruptura. Comprendí, de la mano de mi madre y en el vientre de la puerta giratoria que nos engullía, algo que luego he tenido presente, nada menos que el mundo como lugarejo saturado de cambios. La realidad como galleta quebradiza. Años después, ya en la adolescencia, frente a un tal Heráclito entendí de pe a pa, comprendí de una y sin dificultades por qué no nos bañamos dos veces en el mismo río. Filosofía hallada en un libro que aterriza en plena vida cotidiana.

    Salgo de X y llego a X, posibilidad vetada al resto de las puertas conocidas. Si te pones a ver, estupefacción por todos los costados, hecho revelador que supuso extrañamientos, fruncimientos de ceño, rascamientos de cuero cabelludo y demás quehaceres típicos de todo aplastamiento por asombro. Enhorabuena antes y después. Enhorabuena.

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