LA DUDA VIRTUAL

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Un correo electrónico es un correo electrónico. Ingresas a ese espacio y ahí están tus cartas y tus fotos y las noticias que te mandan. Pero también es un lugar para el misterio. Por mucha asepsia que se encuentre en medio de pulidos bytes o higiénicos párrafos cibernéticos, aparecen sin que nadie los espere otros personajes, algo así como los no convidados a la fiesta, especies de duendes venidos quién sabe de dónde.

    Me explico. Ayer, para no ir muy lejos, abrí el correo y la mensajería estaba a reventar. Setenta y nueve sobres recién llegados titilaban esperando el click. Dos de un viejo amigo, uno de la universidad, setenta y seis cargados de fantasmagórica presencia. Cuando no son bombas infecciosas (¿qué cara tendrá un virus digital?), es un avisito de tal o cual resort notificándome la gran noticia: he ganado el sorteo grande. Debería darme con una piedra en los dientes. Dos semanas gratis, completamente gratis, en el Méditerraneé de Martinica. Alegría de tísico, claro. Burdo truco para que termines desembolsillando incluso más que sin premio de sorteo. Sumo y sigo. Cuando no es el curioso envío de algún interesado en que te largues del país (obtenga ya, ya, pero ya, su green card y llévese al perro, al loro, al gato, a la familia), es la publicidad del Paraíso en la Tierra: ungüentos, aparatos, ejercicios, bebedizos, grageas para que te funcione el miembro, en minutos, en segundos, sin esfuerzo, sin reacciones secundarias, sin mínima posibilidad de bochornos por el paso de los años. Total privacidad. Resultados garantizados o le devolvemos su dinero.

    Entonces uno se pregunta, se rasca la cabeza, frunce el ceño, encoge los hombros. Un correo electrónico viene a ser la pieza oscura al final del corredor, o el ático desvencijado, sembrado de telarañas que es lugar común en ciertas películas de Hollywood. Hay de todo. Cabe todo. Así tengas una cuenta de lo más discreta, resguardada sólo para amigos y conocidos más o menos cercanos, no lo dudes, siempre hallarás en tu bandeja la extraña invitación a conocer más gente. Un correo electrónico es la versión digital de aquella horrible canción del brasilero: “Yo quiero tener un millón de amigos…”. Nunca faltará, júralo, el dato que necesitabas, aquella información que cambiará tu vida para siempre según el ardid publicitario que te aplasten en la cara.

    Trato aparte merecen las cadenas. No las gubernamentales, que ya son el colmo de la intromisión y del embuste, sino esas variaciones sobre un mismo tema que viven de morderse la cola, de repetirse hasta el cansancio. Alguien escribe sobre la machaca (¿qué coño es la machaca?, te preguntas mientras borras de un tirón el mensajito) y durante horas, para tu perplejidad, enojo y posterior resignación, serás blanco de un verdadero ataque postal. Luis, Pedro, Miguel, Yisel, Raúl, José, Yusmira, Rosney, John Alejandro o Amagdilis, desfilarán como si nada por la pantalla de la compiuter. Son las cadenas, que vengan de donde vengan terminan copando lo poco que queda del maltrecho espacio libre y consumiendo tu última gota de serenidad.

    Un correo electrónico, pues, es un misterio. Obvio. Tan misterio que al Santo Grial de la Modernidad trocada en chips lo fraguan miles de invasores, botellas lanzadas al océano virtual que no sabemos cuándo y cómo atracarán en nuestros puertos. Pero de que llegan, llegan. Yo, que tengo pocos amigos, que estoy contento con mi ciudadanía, que me conformo con lo que llevo entre las piernas, así no más, tal y como vino al mundo, sin potajes o sahumerios para la virilidad, daría lo que fuera por espantar la invasión, por conjurar el terror, por acabar con los duendes, por colocar de una vez a buen resguardo el ámbito de la mensajería de textos.

    Pero la duda también es la duda, y caes. Ahí se presenta agazapada, en plena encrucijada, en su mayor dilema: mover el dedo y hacer click. O no. Entonces te decides, abres finalmente ese mensaje de lo más enigmático, oprimes el botón y ya, se acabó, condenado para siempre, das luz verde a un virus que se mete en las entrañas de tu máquina, en el alma de tu otro yo virtual para destrozar el mundo de silicio, de módem y de bytes que con tanto esfuerzo, cojonudamente, labraste a tu medida.

1 COMENTARIO

  1. Querido Roger, como siempre, “La duda virtual” es, como muchos de tus escritos semanales: pólvora discreta de palabras que a veces genera humo y revienta poco, pero otras, es más la explosión que el humito… De cualquier manera, conllevan a un ejercicio de pensamiento y palabra. Verás, quizás lo propio de la virtualidad inventada por los e-mails y las redes sociales digitales es que han ido socavando muchas de nuestras grandes invenciones humanas: incertidumbre, sorpresa, magia, originalidad, y otras tantas abstracciones complejas, reduciéndolas a una única esencia binaria de bits, en una pretensión de transparencias hiper-realista. De hecho, todo se homogeneiza, se copia, pega o re-envía: imágenes de la abuelita, canciones románticas o pornográficas, lamentos de niños que padecen hambruna, catástrofes naturales, facturas, genocidios en algún lugar del planeta, pedidos de comida con delivery, en fin!… La misma “duda” ya hace mucho dejó de ser la “cartesiana”, más bien (como tu escrito mismo plantea), es la ínfima in-decisión de cliquear y abrir un mensaje. En suma, seguimos experimentado la desmaterialización del mundo de las cosas y los seres, en una avalancha hacia algo que pretende prometer una epifanía de espiritualidad renderizada por alguna App disponible en Google Store…

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