EL TÍO ERNESTO

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    El otro día vi una cucaracha en la cocina y pensé en el tío Ernesto. Ignoro qué complejos mecanismos, telepáticos o qué sé yo, me llevaron a imaginar al tío Ernesto mientras contemplaba semejante insecto, pero la verdad fue que entre la cucaracha y mi pariente existía una conexión impredecible.

    Al día siguiente, pensando en el asunto mientras fumaba tumbado en el sillón de la sala, sonó el teléfono y era él, tío Ernesto que llamaba para invitarme a almorzar. Ya en la mesa dediqué un tiempo a espiar el movimiento de sus manos, el ajetreo nervioso de los brazos adosados  al tronco, la inquietud manifiesta en cada uno de sus dedos. Mi tío Ernesto era una cucaracha, no había lugar a dudas.

    Dos semanas después, para devolver el gesto de convidarme a compartir un rato, tomé el celular, marqué, y entonces convinimos en tomarnos algo y jugar unas partidas de ajedrez. Fue ahí cuando pude encerrarlo y largarme con la intención de observar qué ocurriría luego.

    Tomé la previsión de no dejar alimentos en casa salvo migajas en un rincón del baño, detrás del inodoro. Vacié la despensa, limpié la nevera, eliminé restos de comida y porquerías de los cubos de basura y ya en plena reunión, al verlo concentrado en reflexiones frente al alfil amenazado y dos peones que habían destrozado su línea de defensa, disimulé algún malestar como excusa para ir a la farmacia de la esquina. Cerré con llave y listo, muy satisfecho, diría que harto de felicidad, me dispuse a esperar la reacción.

    Vagué por las calles, compré una pizza que pedí para llevar y continué andando bajo una llovizna que apenas comenzaba. Fui al parque de El Ejido, elegí un banquito solitario bajo un gran árbol que protegía del agua e intenté comer un poco. Dos gatos escudriñaban el bote de desperdicios a pocos metros de mí. Me levanté, me acerqué a ellos tanto como fue posible para dejarles en el suelo buena parte de la pizza. Luego pensé en el tío Ernesto, me pregunté qué pasaría a estas alturas por su cabeza, qué estaría haciendo justo ahora al no encontrar bocado en el horno o la nevera.

    Antes de empaparme por completo recalé en el bar de siempre. Las cervezas fueron y vinieron tanto como el tío Ernesto en cada imagen, en cada pensamiento inevitable. Ernesto preguntándose qué diablos sucedía, Ernesto en la cocina dispuesto sin fortuna a prepararse un sándwich, Ernesto cada vez más intranquilo, más desorientado, yendo de un lugar a otro en plena oscuridad como bicho sorprendido por alguien que de golpe decidió encender la luz.

     En vano gira el pomo de la puerta. Se sabe ahora confinado, íngrimo entre cuatro paredes sin posibilidad de escapatoria. Petrificado por la incertidumbre, nota que el hambre rasguña su abdomen con más fuerza. Avanza, se abre camino entre trozos dispersos de papel -una pequeña bolsa de maní, una etiqueta del jarabe para la tos- y el polvo que a veces se acumula hasta dificultar el paso. Come, por fin halla qué comer. Un golpe seco de alegría casi lo aplasta al ver el horizonte cubierto por trozos inmensos de alimentos, de pedazos  de pan, muchísimo pan aquí y allá sobre  baldosas grises de un baño al que fue a parar ve tú a saber por qué razones o azares del destino.

    Regresé a las tres de la mañana. Quise abrir y entrar a casa pero -no me preguntes por qué- decidí esperar un poco. Me senté en la escalera del pasillo y como sentí frío subí la cremallera de mi abrigo. La luz plateada que venía del poste al otro lado de la calle apenas semiiluminaba todo. Al encender un cigarrillo noté que la sombra de algo cobró forma. Él salía a toda carrera por debajo de la puerta.

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