EL LUGAR DE LAS PRIMERAS VECES

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Siempre me ha parecido una tontería aquella idea de la identidad. Me explico: hay quienes se llenan la boca todo el día -aparte de llenar folios y folios- pontificando sobre lo identitario  venezolano, sueco o uruguayo. Lo que soy yo, he luchado mil veces por aprehender tal estado de cosas pero no, la verdad es que tamañas generalizaciones me resbalan como jabón entre los dedos. Los ecuatorianos son así, los de Caracas son de este modo, los chilenos de este otro. Cuando mucho, la identidad toca y perfila a individuos mondos y lirondos, define hasta cierto punto a Ramón o a Enriqueta, y hasta ahí. Lo demás es cuento chino. En fin.

    Idéntica cuestión me pasa con las raíces. Mis raíces upatenses, pongo por caso, o mis raíces latinoamericanas, si quieres hacerlo más pomposo. De nuevo pierdo las meninges en el vano intento de dar con el significado de metáfora botánica tan pintoresca pero créeme, a mayores esfuerzos más grandes son los extravíos. Qué le puedo hacer.

    Lo cierto es que de un tiempo para acá, desde que cogí mis cosas y le dije adiós a Venezuela, he girado en torno al asunto existencial del arraigo, de la pertenencia, de los orígenes y del cómo vive en mí ese pedazo de historia particular que marca a fuego y pulula de lo más contenta en los adentros de la conciencia y el afecto.

    Yo no soy como los venezolanos, ni los venezolanos son como yo, ni los venezolanos entre sí constituyen reflejo especular uno del otro, de modo que no me vengan con zarandajas relativas a identidad, raíces, hojas, flores o frutos a propósito de cuanto nos podría conformar y unificar. Olvídense. Me gustan las hallacas, digo chamo, digo burda y también curda, digo echar los perros, echar un pie o un polvo y digo gozar un puyero. Sé lo que es un toronto y sé lo que es la mala leche, pero de ahí a las raíces, a la identidad con afanes de definición inamovible hay un abismo que no se cruza con palabras huecas.

    Entonces frunzo el ceño y me veo en la calle Miranda de aquel pueblo. Me veo en el patio de la Mueblería Troya para jugar fútbol luego del colegio. Me veo por años en la Upata de la niñez, en esa Venezuela donde empezó esto que voy siendo. Miro el retrovisor y  por los rincones se cuela la primera vez que observé un atardecer, la primera vez que besé a alguien, la primera vez que probé una cerveza, la primera vez que tuve la seguridad de hallarme entre los míos. Suma y sigue. Ahí encuentro la razón de mis desvelos y el imperativo de construir una memoria que al paso de los años, entre muchas idas y venidas, se transforma en nostalgia, anhelo punzopenetrante por recrearme en un pasado donde chapotearon los primeros mocos y los más hondos despertares.

    El lugar de las primeras veces, eso es. Tal es el veredicto instalado entre sien y sien y nada puedes hacer para evitarlo. Eres ciudadano del mundo, deambulas por el laberinto de cualquier geografía imaginable, elaboras de a poco el mapamundi a tu medida pero olvídate, en el lugar de las primeras veces reverberan para siempre la memoria, los inicios, el yo que va a acompañarte hasta la tumba. Después sigues tu camino,  trenzas andanzas por donde se te ocurra, respiras en un sitio o en muchos otros con la certeza de que en la variedad yace el caldo de esto que llamamos existir.

    Por eso, y por razones más concretas, vivo en Quito. Ecuador es otra patria encarnada en mis entrañas. Siempre tuve cuidado de practicar el aconsejable ejercicio del agradecimiento y todo hay que decirlo: este país es depositario de mil peripecias amalgamadas con mi madurez. Le daré las gracias hasta el último respiro. Y sin embargo el lugar de las primeras veces insiste en el cobro de cuanto le concierne y es lógico y es bueno que así sea. Entonces ahí están, ahora se abrazan, dos espacios y dos mundos que conviven y se complementan.

    Procuro ser universal, en el sentido franco de que todo lo humano me interesa y hago mío. Aquí o allá, en el frío o en el calor, en medio de la selva o el desierto, me sumerjo por completo en este planeta sin luz porque nada peor que la cortedad de miras o universos. Pero el lugar de las primeras veces tiene bien ganada su existencia y cuando echo una mirada al pozo de mis abismos nos guiñamos un ojo. Nos guiñamos un ojo para de seguidas continuar tan campante mi camino.

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