LECCIÓN DE BIOLOGÍA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Desde lo alto del muro Rodrigo contempla largo rato. Gritan, persiguen la pelota. Rodrigo, sentado sobre la alta fila de bloques, hace a un lado el cuaderno, especie de amuleto que lleva en estos días, uno Caribe con palmera, playa y silueta de indígena sobre la cubierta. Detrás, las tablas de multiplicar como contraportada. Hay que salir bien en los exámenes, que están a la vuelta de la esquina, y ese cuaderno lleno de garabatos sobre el sistema circulatorio, las diversas fases de la digestión o la historia natural de la Drosophila, pretende una aproximación a la sabiduría, garantía de recordar lo estudiado noches anteriores. En fin, Rodrigo cultiva particulares maneras de perseguir la A como calificación única. Sentir ese cuaderno ahí, a pocos centímetros de él, forma parte de lo necesario para embolsillarse el triunfo.

    Viéndolo bien, la vista no es muy atractiva que digamos. Sin embargo, desde el metro cincuenta de Rodrigo el Paraíso tiene forma de patio, un patio vecino a su casa,  lleno de amigos que patean un balón, que se divierten como nadie. Rodrigo contempla largo rato, no se atreve a dar el salto, a doblar el cuaderno como está tentado a hacer y guardarlo en el bolsillo del pantalón corto sino que permanece ahí sentado, con las piernas colgadas sobre el paredón observando a Nicolás, al Mono Vásquez, a Corroncho en plena cacería detrás de la pelota. No se atreve, como digo, a dar el salto, a brincar por fin al otro lado y patear la pelota, inmiscuirse en la juerga, sentir el placer de entregarse a la sensación más extraña, la alegría monda y lironda, la felicidad sin contaminación ninguna, porque jugar al fútbol, divertirse cuando debería andar estudiando puede arrojar a las letrinas tanto esfuerzo por no olvidar las características del epigastrio. Estudio y fútbol, o fútbol y estudio, maldita sea, son mutuamente excluyentes, ve tú a saber por qué.   

    Desde esa posición domina a su antojo el escenario: a sus espaldas el jardín de casa, seguido por el pequeño estudio dispuesto para llevar adelante, con relativa comodidad, los deberes escolares; frente a él, desplegado ante sus ojos como única realidad digna de exprimir, el patio vecino que lleva en sus entrañas la tentación pura, esa que tantas veces en años venideros lo haría sucumbir hasta perderlo en no pocas tribulaciones. Esta vez no se atreve, claro, ya dije que no da el salto, en flagrante violación de la regla que se impondrá sin dudas a medida que el mañana ofrezca sus horizontes, de modo que permanece sobre la línea fronteriza, el paredón, torre en esa playa donde chapotea ahora, escondrijo, sombra que lo alza en brazos, que lo consuela cuando en verdad sólo tendría que irse a estudiar, Rodrigo, ¡estudiar!, agujero negro dispuesto para garantizar los deberes de la escuela. Pues nada, habría que ser valiente, un escupitajo a cualquier idea opuesta a la aventura, al balón, sin importar la lección de biología, sin mayor seguridad de A salvo aquella dada por la fe.

    Mientras Corroncho se interna por la derecha el Mono Vásquez se las arregla para acercarse al punto penalti. Vaya manera de correr. Apenas lo ve de reojo, Corroncho sabe que el Mono está justo donde debe estar. Toca la pelota, la acaricia con la fuerza exacta y se la pone en los pies. Lo demás ya puedes imaginarlo. Rodrigo se siente espectador privilegiado de un único encuentro que se da también de una manera irrepetible. Rodrigo, sentado en el mejor asiento del estadio, escucha el grito a coro, la celebración del Mono, de Corroncho, de los otros, por el gol que estrena el marcador.

    La luz del atardecer, los guardias de seguridad que deben emplearse a fondo ante una hinchada enardecida, todo, todo deletrea un partido reñido por donde lo mires. La grama perfecta, los gestos del director técnico, la publicidad cambiante hecha neón alrededor de la cancha, en fin, ahí se alza el ombligo del mundo, eso que, llegado el momento  -años después, veinte años después para ser exacto-  y entre pedazos de tiza estrellándose contra el pizarrón de un aula universitaria, Rodrigo denomina “fenomenología de la felicidad pura” en honor, dice, al genio de Königsberg. La más auténtica de las felicidades hecha carne, huesos, sombras, luces, acompañamiento existencial, etcétera, etcétera, etcétera.

    Rodrigo siente los latidos en cabalgadura sofocante, siente cómo las sienes palpitan con fuerza mientras celebra con Corroncho. A esas alturas todo es posible: ganar, empatar, incluso perder. Son demasiadas las veces que, arriba por la mínima ventaja, vio arrojarse por el despeñadero la ilusión del éxito, la victoria embadurnada de euforia, sudores, sonrisas, recuerdos de antaño venidos no se sabe de dónde en medio del jolgorio y cánticos de gol. Un examen en el colegio, la reacción de alguien importante para él después de que le hiciera alguna confesión urgente, la tristeza que le desolló hasta el alma cuando se enteró de la enfermedad de su padre, resulta extraño, extrañísimo, entonces se pregunta qué tendrá que ver el desánimo o la desesperanza con la sensación punzante de nostalgia seca, como trago de aguardiente puro, golpeándole el pecho en momentos como éste.

    Se ubica mejor sobre el paredón para no perder el equilibrio. Nicolás reparte insultos porque el Mono y los otros no le pasan el balón. En el patio las matas de guayaba, de mamón, baten su ramaje al punto de que Rodrigo las sabe parte del público que vibra con el gol. Las ramas, las hojas, la brisa que golpea en presagio del aguacero que no tardará en caer llegan a dar la impresión de brazos levantados, miles de brazos y manos en algarabía por lo que ven enfrente. Rodrigo se acomoda el short para que la piel de sus piernas sufra lo menos posible debido a la áspera superficie de los bloques. Es un short largo que cae casi hasta las rodillas, con la bandera de Brasil a la izquierda y el nombre de Maradona a la derecha, orgullo de estos tiempos y que sólo usa para jugar en el patio. Mientras en la pequeña habitación próxima al jardín de su casa estudiaba qué diablos es el estómago, en qué consiste el bolo alimenticio o por qué existe un intestino grueso y otro delgado, escuchó gritos, carreras, discusiones, las voces inconfundibles de Corroncho y Nicolás en el patio de al lado y como impulsado por un resorte corrió a quitarse el jean para calarse el pantaloncillo de las hazañas deportivas.

    Lo cierto es que decide quedarse, permanecer en la torre, gozar del juego, olvidar por un momento la atmósfera cargada de la pequeña habitación en la que estudia para el examen final de biología. Hay que ver, apenas doce años y ya con esa angustia en el pecho que echa raíces como si de una planta carnívora se tratase. Estudiar, pasar, pero no sólo pasar sino pasar bien. Pasar requetebién. ¿Te imaginas, Corroncho, raspar en este examen? Ponte un segundo en mi lugar, ¿te imaginas la bronca, el jaleo que voy a tener en casa por los siglos de los siglos? Si no hubiese sido por esa falta, una plancha descarada sin atenuantes para la roja directa, Nicolás habría marcado el segundo, claro que sí, por supuesto que sí. Una plancha semejante es una trampa para reventar osos, es una grosería pronunciada en el colegio, nada menos que frente a la madre Obdulia, ponte a ver, ese buldog siempre listo para atacar, grosería con g mayúscula sumergida en la baba de sus letras. Una cochinada. Si yo fuera Nicolás le doy unos coñazos a ese tipo, le rompo la nariz, le parto la cara por decir lo menos. Y se acabó.

    Ahora que lo considera, mil veces en lo que lleva de años ha ocupado el sitial que disfruta en este instante. El paredón que da al fondo de la casa ha sido atalaya estirada como el hule. Una silla en el café de siempre, el lugar mágico donde el placer de encender el tabaco, descifrar la luz de esa hora, ver desmigajarse el reloj implica una zambullida en esa zona boscosa que es el propio ir y venir de cada día. El sistema digestivo, el duodeno,  Dios, qué nombre: duodeno, ciertos amores contrariados, el bebé que va a nacer, la tesis doctoral, un problema repentino en la aorta, los años que te sacan la lengua desde el tren en marcha al que te encaramaste para que él mismo no te llevara por delante ya ni recuerdas cuándo. Ahí, en el paredón se ve el paisaje con el foco algo más claro. Es como mirar las líneas de Nazca desde las alturas. Aprecias, vislumbras, das con formas y relaciones, miras la unidad que encierra a las partes sin que éstas deriven en la suma del todo.

    Equipos Dimaica, C.A., sistemas administrativos a su medida. Adidas, Puma, siempre le resulta curiosa la manera en que la publicidad brilla sobre las paredes que rodean el engramado. Se encienden, se apagan, se mueven, se encienden otra vez, como largo y titilante árbol de Navidad. El Mono se retuerce tendido en el medio campo mientras los paramédicos se acercan con una camilla. Cuando llegan, está ya en pie, haciendo pucheros, aturdido, maldiciendo quizás, caminando con  dificultad. Nike, Nike en la pared de fondo y las cosas vuelven por fin a la normalidad: el Mono pide balones, Nicolás cuida su posición, la gente grita como una sola masa, un solo individuo, un sólo pulmón, un solo sistema digestivo que se compone de esófago, de estómago, de un líquido asqueroso capaz de disolverte, de hacerte papilla en poco tiempo, de transformarte en proteínas, vitaminas, minerales, hierro, fibra, que es lo que dice mamá que tienen los alimentos de verdad y no esas porquerías que compro para merendar. Mierda, sí, también en mierda puedes convertirte. “Productos de desecho”, escriben en el libro de ciencias. Terminas en un lindo paseo por cloacas, cañerías y aguas pestilentes. 

    Ahí, sobre el paredón, Rodrigo saca un Savoy de su bolsillo. Se lleva dos cuadritos a la boca y reflexiona, dice para sí que aquí inicia el proceso. La digestión misma arranca la partida cuando suena el pistoletazo Savoy en plenas papilas gustativas. Serafín Mazparrote lo afirma en el libro, o no lo afirma, pero lo sugiere. Savoy, saliva, la lengua como pala para amasarlo todo, bolo, en fin, es asqueroso lo que ocurre en tu interior, lo que escondes en la boca, lo que pasa por tu tráquea y va a parar al fondo de ese globo inmundo donde el ácido final hace polvo lo que toca. Santo Dios. La boca y el bolo, la boca y lo que tiene adentro, asco. El estómago y lo que tiene adentro. El intestino y lo que tiene adentro. Guácala. El intestino como parte del culo, o al revés. ¿Sabes, Corroncho, que el culo es la estación terminal de todo eso? Otra vez coge un par de trozos, los saborea a pesar de su último descubrimiento, mientras Nicolás dispara sin fortuna a portería. Saque de meta para ellos.

    Entonces nada, desde el paredón grita con todas sus fuerzas aupando a Nicolás, quien ha driblado a tres y en el área chica está a punto de pegarle a la pelota. Lo hace con la derecha, un golpe seco del empeine sobre la parte baja del balón que va a parar al travesaño. Lástima. Gol seguro de no ser por la mala suerte de un palo atravesado. Cruje el arco, cruje la multitud. Nike, apaga, prende, apaga, prende, Coca-Cola, prende, apaga, prende, Caribbean Airlines, titila, titila, titila, a estas alturas Rodrigo siente la ronquera, su voz que se pierde en un hilo de dolor y sequedad hechos nudo en la garganta. Celebra, ríe, aplaude como si en ese momento pudiera convertirse en monstruo marino, en pulpo de mil manos, todas ellas plaf, plaf, plaf haciendo de las suyas porque Nicolás pegó el zapatazo de su vida. Que se reviente el travesaño, que se le parta el alma en el instante que sirvió para robarle un gol nada menos que a Nicolás, mi amigo Nicolás, el crack de la cuadra, el número diez de todo el barrio.

    Recuerda lo que hace algunos días leyó en la enciclopedia: “la palabra estómago deriva del latín stomachus y del griego stomachos. Funcionalmente se puede decir que almacena y procesa los alimentos y nutrientes consumidos, una vez bien mezclado en el estómago”. Imagina un revoltijo incomible de porquerías, como las que el tío Pedro da a los cerdos en la porqueriza de su granja. Eso, alimentos y nutrientes bien mezclados, eso, tal es el puré que tarde o temprano  -piensa Rodrigo-  guardas en el saco que llevas en la barriga después de cada desayuno, almuerzo o cena. El Mono inventa una gambeta y continúa con el balón diez o doce metros pero recibe una falta que sin dudas es para amarilla. No pasa nada, cobra casi de inmediato luego del silbato para cambiar las acciones, con pase largo, al otro extremo de la cancha. Quimo, quimo, así se llama la pasta nauseabunda en que se convertirá el bolo alimenticio. Y pensar que cada día de nuestras vidas tragamos un menú semejante, llevamos en las entrañas el caldo rancio de lo que a simple vista son fresas jugosas, arepas exquisitas, espaguetis a la boloñesa que resultan una maravilla.

    Rodrigo aprende a sobrellevar los malos ratos con entereza. Si bien éstos suponen un golpe al ánimo o cierta sensación de fracaso que termina por doblarle las rodillas a cualquiera, Rodrigo juega a su manera al fútbol con cada aspereza de los días. Corre, quiebra la cintura, hace fintas. Ahí, al alcance de la mano están el patio, los amigos, están el Mono, Nicolás y Corroncho, y al alcance de la otra pululan todos los golpes bajos, como ése que obliga a memorizar unas malditas clases en el exacto instante en que la vida te ofrece un partido fabuloso. Tú decides: o levantas una mano o levantas la otra, disyuntiva que superas con hidalguía pues te las arreglas para levantar la que te obsequia el caramelo pero sin descuidar lo otro, el aceite de ricino o la cosa amarga que nubla los días a modo de espesor borroso oscureciéndolo todo. Cocinar dos conejos a la vez, dormir con un ojo abierto y el otro cerrado, qué más da. Rodrigo aprende rápido, y aprende bien.

    Mientras reflexiona saca el cuaderno del bolsillo. Lo abre, lo deja sobre la superficie de bloque, se inclina un poco para leer, algo nervioso, porque se percata de que ha avanzado poco en el aprendizaje de las lecciones que tiene por delante. “El estómago está compuesto de dos sistemas o unidades gástricas. La primera puede denominarse unidad gástrica proximal, que incluye el estómago proximal, el esófago distal y el hiato esofágico del diafragma. La segunda es la unidad gástrica distal y comprende el antro gástrico y el píloro, aunados a la primera porción del duodeno”. No comprende. Rodrigo siente que las sílabas rebotan sobre su lengua, sobre los dientes, golpeando incluso el cielo de la boca. Hay un mundo colmado de misterio en cada línea. Las letras terminan siendo dientes afilados listos para desgarrar, arrancar, triturar. El lenguaje también tiene su sistema digestivo que muerto de la risa puede deglutirlo, escupirlo, transformarlo en bocado en menos de lo que canta un gallo. Rodrigo sabe que puede finalizar como un eructo o como trozos mínimos de desperdicios incrustados en los incisivos, listos para el mondadientes. Rodrigo transformado en bolo, Rodrigo puré de papas como el que a veces come en el almuerzo y que ha detestado desde siempre, más ahora que sabe del tránsito calamitoso de los alimentos en su viaje hasta las cloacas.

    Hyundai. Las piernas de la mujer soñada equivalen a la carrocería de un Hyundai. Toda ella es un motor a gasolina de inyección directa, nada menos que el 1.6 T-GDI de 176 CV y turbo, para ser exacto. Ana, Ángela, Laura, Roberta, María Mercedes. Rodrigo lee el neón, la mujer soñada se yergue como una montaña inalcanzable hasta hace poco, sólo hasta hace muy poco, dispuesta ahora al término de un click porque Hyundai la hace realidad. Hyundai hace realidad tus sueños. Esa mujer viene a ti por carambolas. Primera: Hyundai Motors, enfilas tus pasos hacia Hyundai Motors. Segunda: aquí la tienes, Tucson 1.6 T-GDI. Lo demás es desperdicio, productos de desecho según las ciencias biológicas que Rodrigo memoriza hecho puré, lo demás es parte del tubo digestivo infecto de la vida que te evacuará, plop plop, en el primer WC atravesado en el camino. Corroncho comenta algo en voz baja. Se acerca al Mono, le propone alguna treta para cobrar el tiro libre. Dialogan, patean, un toque y shoot que va directo a las manos del arquero. Todo permanece igual.

    El 19 de enero de 1952 Julio Cortázar le escribe una carta a su amiga María Rocchi: “Sobre todo camino y miro. Tengo que aprender a ver, todavía no sé”. Cada quien en su muro. Allá abajo el horizonte es el horizonte aunque a veces  -quizás en más ocasiones de las que quisieras-  aparezca el vaho brumoso que impide la mirada que trasciende la otra esquina. Arriba, en el paredón Rodrigo ha aprendido a enfocar, lo cual abre cierta hendija para que la entrevisión galope como un purasangre o como un galgo, qué diablos va a saber Rodrigo de esas cosas, o como un insecto que pasa al otro lado de la puerta colándose por debajo y problema resuelto. Cortázar aprende a ver, Rodrigo aprende a ver, tú aprendes a ver, y a muchos se les va el aliento, el último suspiro con esa misión a medio terminar, o apenas comenzada. Total, que uno más uno son dos pero a veces podría meterse un tres, de modo que nada está cerrado ni del todo dicho, cosa que Rodrigo ve con buenos ojos mientras más veces sube al muro que lo lleva de su casa al patio y viceversa.

     “La pared gástrica consta de una serosa que recubre tres capas musculares (longitudinal, circular y oblicua, citadas desde la superficie hacia la profundidad). La capa submucosa da anclaje a la mucosa propiamente dicha, que consta de células que producen moco, ácido clorhídrico  y enzimas digestivas”. El Mono tiene una oportunidad de oro: solo frente al portero trata de engañarlo con un brusco movimiento de cintura, pero la trampa se pierde en el último segundo por un manotazo salvador. Hasta ahí llegan las malas intenciones. El público se queja con un lamento que casi puedes tocar. Moco, moco  -otra vez la náusea, solo eso me faltaba-  piensa Rodrigo mientras se lleva las manos a la cabeza luego del fallo del Mono. No importa, ese es el Mono y ese es el tridente mortífero, un trío de matadores que para qué Messi, Suárez y Neymar. Moco, ácido clorhídrico, enzimas digestivas, eso es, combinación galáctica, fuerza para derretir a un poste, tres francotiradores que desconocen el perdón, que ni lo piden ni lo dan.

    Para Rodrigo el muro no es más que un muro, por supuesto, pero también es un puente. Su puente particular que, llegado el momento, adscribe al ámbito de lo que desde niño lo acompaña como esos organismos diminutos que no abandonan jamás al cuerpo que por lo general limpian de parásitos y otros bichos similares. El muro, que es puente, que es faro, que es un estómago capaz de transformar cuanto toca porque después de él la realidad se trastoca, cambia, se parece mucho  -es la imagen que a los sesenta y cuatro años usa Rodrigo cuando piensa en estas cosas-  al orificio que te permite curiosear por la cerradura de una puerta.

    “Hay gente que cuando le sucede eso”, escribe Julio, “cuando se descoloca un poco, se inquieta y tiene una sensación de vértigo, no le gusta nada la cosa; prefiere que dos y dos sean siempre cuatro y todo corrimiento, todo desplazamiento, le produce cierta angustia”. Pasados los años Rodrigo es parte de ese elenco, de quienes como el argentino se mantienen atentos frente a lo que, a falta de mejor nombre, algunos llaman lo otro. Quién iba a decirlo, el muro del patio hecho túnel con todo y luz allá lejos, al final.

    Cuando se encienden las luces la atmósfera del parque cobra características de irrealidad. Para Rodrigo, la luz de las torres regala una pátina blanquecina a los objetos haciéndolos lucir fantasmagóricos. El Mono pide el balón, Nicolás prefiere enviarlo a la punta izquierda, que nota sin marcas, con la idea de que el delantero haga de las suyas. Corre de seguidas y a los pocos segundos lo alcanza en línea paralela cosa que, a pesar de los esfuerzos de ambos, no produce el gol. Qué más da, ganar supone una avanzada sobre púas, escombros y montañas y hay que insistir. La victoria se construye, un gol es como el Empire State, como la torre Eiffel, como la Mona Lisa, como el Coloso de Rodas o como una novela bien lograda, es decir, ganar exige hacer obra maestra.

     Mira de reojo su cuaderno: cómo le gustaría aprender de una vez lo que rasguñó en él durante todo el año. Hojearlo, hojearlo rapidísimo de modo que al terminar, listo, la información pasa a su cerebro a idéntica velocidad. Entonces cruzar por completo, brincar al lado vecino para entregarse en cuerpo y alma a los amigos, al fútbol, al placer de inventar los días en clave lúdica. Exprimir cada minuto, chuparlo, meterse de cabeza en las horas de la tarde como un gusano penetra en la manzana. Saborear los segundos, acariciar las horas con la lengua para empezar a digerirlas. Observa su cuaderno que desde hace rato yace a un lado, abierto sobre la línea de bloques. Un ojo para él y otro para el patio. ¿Cómo será en verdad un minuto? ¿Qué rostro tendrá un segundo? Éste debe ser pequeño, el minuto seguro que de mayor estatura. ¿Y una hora? Juraría que es una señora gorda, parecida a madame Lacroix, francesa amiga de mi padre con muchos kilos de más cuya flemática respiración se mezcla con las erres que echa afuera dando la impresión de animal enfermo, de pájaro desplumado, de gato asmático con ronroneos duplicados por la obesidad.

    El reloj, el almanaque  -piensa Rodrigo-, también caben en un tubo de ensayo, son parte del mismo tubo digestivo. Si los segundos, los minutos o las horas hacen las veces de estómago, si un año o un lustro o un siglo, válgame Dios, equivalen a ese globo ubicado entre el esófago y el intestino que desdobla alimentos para hacerlos finalmente vitaminas y en determinada proporción chorros y chorros de inmundicias, el tiempo es el ácido clorhídrico o el cúmulo de enzimas que reducen lo que comes a su mínima expresión, a enlaces covalentes, a aminoácidos y proteínas. Las horas son al estómago lo que el tiempo a los jugos gástricos, no faltaba más, y ahí nos movemos, desde ahí hacemos el amor o las guerras, los imperios, los puentes colgantes o los jardines floridos. Mira cómo la biología  tiene bastante de sociología, o al revés. Nicolás se ve cansado, el Mono parece marioneta sin rumbo, Corroncho y los otros dan la sensación de haber sido arrastrados a la molienda, bañados en sudor, un sudor ácido gástrico sacándoles la lengua. Nicolás, el Mono, Corroncho, ahogados, disueltos, presas de una prisión estomacal, a punto de ser expelidos como ventosidades o fétidas sustancias de desecho. Cagadas, cagadas, para decirlo con todas sus letras.

    Con el corazón en la boca Rodrigo se supone pieza clave en todo este engranaje. Imagina que él, Rodrigo, próximo a las cañerías, cumplirá a cabalidad la ruta que tarde o temprano terminará por escupirlo, por echarlo al vacío de los tubos del desagüe. Un frío helado le recorre hasta las uñas.

    Escucha la voz de su madre. Lo llaman del otro lado. Mira hacia atrás y el jardín de casa está ahí, como si nada, como siempre a medio camino entre el muro y el patio vecino. Baja. La madre está por empezar a preparar la cena, rosquillas dulces con café con leche. ¿Cómo te fue esta tarde, Rodrigo? ¿Y la lección de biología?

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