BUENAS COSTUMBRES

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    El mundo está lleno de gente con magníficas costumbres. Yo mismo, a veces, cojo el camino recomendado por tanto beato suelto y me doy de bruces con algunos puntos para por fin ganarme el cielo. Hasta que  echo todo a perder.

    El otro día estaba dale que te dale a la lectura en un café atestado de moscas con mucha moralina cuando noté que varios ojos se clavaban en mi mesa. Con elegancia e intenciones más que santas, no me cabe duda, una señora escupió estos  sabios consejos desde su platico de galletas y agua mineral gasificada:

-Las hojas de los libros no se doblan, hijo. ¿No sabes que rayarlos es tan feo como doblarlos o ensuciarlos?

    Juro por Dios que me provocó responder con una grosería, pero qué se le va a hacer, la crianza es la crianza, asunto que mi madre llevó a cabo por lo visto con esmero tal que rompió piedras. Entonces asentí, fingí media sonrisa y continué mi tarea. Pero la verdad sea dicha: el mundo anda como anda gracias a las buenas costumbres. Una buena costumbre es la viva esencia de una patada en la ingle, lo que no es concha de ajo, más aun si consideras el innegable hecho de que a más costumbres dignas de Carreño y su manual, más patanes por kilómetro cuadrado en el país chatarra que vamos teniendo.

    A ver, uno tiene la buena costumbre de aguantarse ciertas necedades (el ejemplo de la santa protectora de bibliografía está  todavía caliente), de sonreír cuando lo que provoca es patear, de decir bueno, sí, y no vete al carajo, de dar las gracias a un grupo de bestias que en la reunión con el jefe te acaba de obsequiar, pongo por caso, una tarde de aburrimiento hasta el tope, hasta las mismísimas orejas. Sumo y sigo: de aplaudir en vez de abuchear, de ser gente frente a un pelotón de equinos, de estarse quietecito en lugar de tomar un AK-47 y ponerse a volar huevos, de contar hasta cien para no reventar narices a la cuenta de tres. Y así.

    Las buenas costumbres por lo general hacen causa común a favor de la nada elevada tarea de engordar lo políticamente correcto. El horror es tal que si tus costumbres no son las mejores según el baremo de la doña o el don entrados en carnes de sapientísima costumbrología, pues vas de cabeza, zuas zuas, a las calderas del sótano, es decir, a las cuevas sulfurosas de la incandescente moral pública.

    Leo a Juan Nuño y resaltan unas líneas que me gustan: “¿Qué sería de esta pobre y miserable civilización sin el pecado? Los días se alegran, las tardes resplandecen, las noches se soportan y la humanidad sigue existiendo…”, cuestión que, agrego yo, es una verdad del tamaño de la mejor mala costumbre.

    Las malas costumbres están ahí para purificar almas o destronar reyes de pacotilla. Una mala costumbre brilla más que las más asépticas realizaciones en el universo insípido del costumbrismo mejor cultivado. Por eso Cioran da qué pensar, por eso Ambrose Bierce tiene ganado un sitial entre los peor acostumbrados de este valle de lágrimas. Justo por eso Rafael Bolívar Coronado no podía llamarse sino Rafael Bolívar Coronado. Borges tuvo la mala costumbre de ser genio, así como tantos otros la buena de ser mentecatos por donde les pegues el ojo.

    En cuanto a mí, pues celebro el fumar, el beber y el bailar pegao, sana práctica sugerida en su momento por el Inquieto Anacobero, alias Daniel Santos, otro que se pasó las más respetables costumbres por el forro del gaznete y del sobaco. Vuelvo y digo: el mundo está lleno de gente con magníficas costumbres, cosa que, hay que aceptarlo de una buena vez, lo pone en el triste lugarejo que por tal razón le corresponde. Dime tú si no.

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