ASUNTOS DE IDENTIDAD

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1


Alguien, con seguridad pasmosa, emitió hace muy poco una serie de opiniones que, como mínimo, comprendieron a mi juicio generalizaciones más que exageradas.

En un programa de televisión mañanero habló de lo humano y lo divino, y entre sus muchas disquisiciones se dio el tupé de describir cómo somos los venezolanos. Los venezolanos somos así, los venezolanos somos asao. Los venezolanos somos de esta manera, los venezolanos somos de esta otra. El muy tranquilo señor, sentadito y pontificando como en una especie de sagrada clase magistral, nos metió de un plumazo en un mismo saco. ¿Habráse visto tamaña forma de despachar matices y diferencias? ¿Habráse visto semejante culto al fácil parlanchineo y qué flojera de pensar?

Buscar identidades únicas y luego definirlas, cuadricularlas y espetarlas de buenas a primeras, como si tal cosa, es de entrada una pretensión en extremo abarcante, con el añadido de que, estoy seguro, jamás podrá darse con ellas. Sin embargo, aunque constituya una paradoja, tal búsqueda conlleva sin dudas a que nos conozcamos mejor, a que buceemos en lo que supuestamente nos conforma aunque, repito, nunca demos con ese bendito algo, unitario y totalizador, que permitiría colgarnos una etiqueta del pescuezo para clasificarnos como pollos en charcutería.

Aparte de claros e indiscutibles signos identificatorios -religión más o menos común, lengua, ciertos hábitos, etc.-, no creo en una manera homogénea, rectilínea, de pensarnos, de vislumbrarnos, de considerarnos. Es decir, me parece que nadie tiene en sus manos el concepto de lo que nos define, de lo que algunos quisieran asir para encasillarnos bajo un rótulo.

Esa esquiva y de ningún modo definitiva identidad, eso intangible que hace sentir venezolano al venezolano, francés al francés o nicaragüense al nicaragüense, esa sensación abrumadora, jabonosa, escurridiza que se derrumba en buena parte ante análisis que no necesariamente son los más cejudos, impulsados por afanes clasificatorios, cuando mucho nos otorga algo así como sentido de pertenencia y noción de una entelequia, peligrosísima por cierto, que llamamos patria, cuestión nada desdeñable si a ver vamos pero que no se termina ahí gracias al afortunado hecho de que las culturas se ponen en contacto, dialogan, cambian, cuestión que viene a erigirse casi en el motor de la riqueza social y política, etcétera, etcétera, de los pueblos de la Tierra.

La globalización, si a ver vamos y si somos lo suficientemente listos como para aprovecharle aspectos positivos, puede brindar la posibilidad de mundializar lo que tan íntimamente sentimos que nos conforma, sin que se produzcan los tan cacareados efectos de desarraigo en aras de un pensamiento único. El diálogo intercultural, el contacto entre pueblos, sería obviamente mayor, más hondo, y para nada disminuiría nuestra particular -y esto ya aquí también es una generalización- concepción de la vida y de la realidad. Se puede ser universal y no decirle adiós al sentido de identidad, cosa por completo diferente a la idea de identidad preconcebida bajo un marco inamovible, etiquetador, rígido, único, no dinámico.

Decir que somos de una manera o somos de otra es cuando menos un reduccionismo, y como todo reduccionismo, miope y superficial. Si llegamos a una conclusión como esa ya no habrá más que hacer, ya no habrá nada más que inventar en el seno de nuestras sociedades, ya no habrá incluso esperanza para el cambio y el avance -siempre, y qué bueno, tendremos que propiciar cambios-.

En lo particular, me quedo con la humana e imprescindible variedad.

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