EL DÍA QUE CONOCÍ A ÁLVARO MUTIS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Jamás vi a Álvaro Mutis, y ni falta que hace. Los libros sirven entre otras cosas para cerciorarnos de que otro mundo es posible, de que otras realidades existen y te pellizcan la nariz, y la verdad es que si uno abre bien los ojos termina sudoroso, feliz de tanta cosa rara atravesada en el camino.

    Tengo la idea de que puedo darle la mano a sultano, o intercambiar sonrisas con fulana, sin que para ello medie el cuerpo a cuerpo o el hecho práctico de tenerlos enfrente. Conocí a Álvaro Mutis una tarde de sol, en mi café predilecto, y fue García Márquez -amigo ya de años con quien aún no me he tropezado en persona pero qué diablos importa- quien me lo presentó sonriente.

    Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2010), libro del Gabo que está cargado de discursos, y es más, que es todo él un discurso, fue la llave del encuentro que yo con un café, Gabriel con una cuba libre y Mutis con un jugo de Guayaba, mantuvimos exactamente el domingo once de marzo a las dos en punto de la tarde.

    “Es posible ser poeta sin morir en el intento”, leí en la página setenta y seis. Por supuesto, Mutis lo ha sido desde que tiene uso de razón y se las arregla a cada rato para darle la vuelta al asunto y sonsacar a otros, a los más jóvenes por ejemplo, con la subterránea intención de que también piensen en serlo. “Los instiga a la poesía contra la voluntad de sus padres, los pervierte con libros secretos, los hipnotiza con su labia florida y los echa a andar por el mundo”. Es la buena acción de cada día, preocuparse por los otros, ganar adeptos para la literatura, pretendiendo entonces que éste sea un mejor lugar para vivir.

    He dicho que conozco a Mutis, y es verdad, y he comentado asimismo que no lo he visto ni en pintura, lo cual también es un acierto. Sin embargo, ya desde hace décadas andábamos por la vida de fiesta en fiesta o de esquina en esquina, compartiendo gracias a propósito de cierta idea del universo, del vivir, de lo bueno o de lo malo que está presente en ambos desde que empezamos a tratarnos sin siquiera imaginarlo.

    Contaba García Márquez en el encuentro del café que “ahogado de tequila, con un amigo muy querido, toqué a las cuatro de la madrugada en el apartamento donde Álvaro sobrellevada su triste vida de soltero y a la orden. Descolgamos un precioso óleo de Botero, de un metro veinte por un metro, nos lo llevamos sin explicaciones e hicimos con él lo que nos dio la gana. Álvaro no me ha dicho nunca una palabra sobre el asalto, ni movió un dedo para saber del cuadro.” Entonces otra vez salta el conejo de la entrevisión, especie de rendija por la que se cuelan años de amistad, de guiños cómplices, años en que aún sin saber que Álvaro Mutis era mi amigo, que nos conocíamos lo suficiente, que venga, hombre, vamos a tomar unas cervezas en el bar de Eusebio y demás hierbas, siempre anduvimos más cerca de lo que hoy pudiera imaginar y ahí estaba el tipo, sin que me diera cuenta, y ahí estaba yo, ignorando estar también de cabo a rabo.

    Conocí a Álvaro Mutis sin percatarme del asunto porque se puede andar hurgando por la vida, claro que se puede, y atravesar el universo, y creer que estás metido en aguas solitarias y entonces, en un parpadear, descubrir que no es así y que ese señor gordo y simpático que de golpe aparece a un lado tuyo es en verdad uña y curruña desde hace una punta de años. “En Roma, en casa de Francesco Rosi, hipnotizó a Fellini, a Mónica Vitti, a Alida Valli, a Alberto Moravia, a la flor y nata del cine y las letras italianas, y los mantuvo en vilo durante horas, contándoles sus historias truculentas del Quindío en un italiano inventado por él, y sin una sola palabra de italiano”, y además, “en París, esperando a que las señoras acabaran de comprar, Álvaro se sentó en las gradas de una cafetería de moda, torció la cabeza hacia el cielo, puso los ojos en blanco y extendió su trémula mano de mendigo. Un caballero impecable le dijo con la típica acidez francesa: ‘es un descaro pedir limosna con semejante suéter de cachemir’. Pero le dio un franco. En menos de quince minutos recogió cuarenta”. Creo que la amistad es así, relajada, un ajedrez de elementos enlazantes, de percepciones más o menos compartidas sobre esto o aquello, o quizás ni tanto, a veces azarosa, y nace en ocasiones antes de que te enteres. Jamás vi a Álvaro Mutis, y ni falta que hace, pero Álvaro mutis es mi amigo.

    Digo ahora que ha habido mil cafés de por medio, caminatas por la plaza, por alguna avenida de México, Bogotá o Colombia, muchas, muchas experiencias traídas por los pelos que sólo confirman nuestra pertenencia a un perímetro común en cuestiones de existir, en menesteres de la hermosa condición humana.

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