VIDA Y FICCIÓN

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

El centro histórico de Quito se las trae. Llegué a esta ciudad hace casi siete años y podría jurar que sus calles, sus cafés y librerías de viejo ya habían sido palpados por estos ojos y estos pies. Nada sorprendente, claro, sobre todo porque de cosas así, de asuntos que parecieran escapar de un cuento de Tolkien está llena mi existencia.

Vamos a ver. De niño jugaba a imaginar un rostro, pongamos por caso uno cetrino, curtido por el sol, de amplia sonrisa y dientes pulquérrimos. Entonces adivina qué. Al salir a la calle y al dar pocos pasos aparecía como si nada. Era mi secreto, un juego que jamás compartí ni con Fayad, ni con Kinen, ni con Mayed, con Johnny o con Jean Claude, amigos de la infancia.

En otros momentos, ya avanzada la adolescencia, cambié el método de adivinación con fabulosos resultados que nunca terminaron en error. En la heladería, en los mercados, en el templo durante el sermón la variante era un hacer nada extraordinario, centrado en fijar la atención en los zapatos de una anciana o de un chico como yo para luego, digamos que a medida que pasaba la vista por las suelas, los cordones, el brillo del cuero o los tacones, verificar el aspecto general del calzado y vislumbrar por fin la cara del usuario. Tampoco falló nunca.

No sé tú, pero en mi caso la ficción y esto que llaman realidad se dan tal abrazo que acaban por fundirse. Sólo por decir algo, ¿acaso lo verdadero o lo imaginario son, porque sí, como el agua y el aceite?, ¿entre sueño y duermevela media una frontera inamovible?, ¿toda fantasía cabe en únicos compartimentos estancos? Piénsalo y después me cuentas pero repito: en cuanto a mí, la racional distinción entre esos ámbitos es más complicada que el simple hecho de dejarlos ser, cada uno a su manera, ve tú a saber cómo y por qué.

Vida y ficción caben en la cuenca de la mano lo que a estas alturas, como sugerí al comienzo, no es sorpresa en lo absoluto. Para muestra el botón que voy siendo, laberinto siempre con salida en el que los minotauros juegan, gozan, brincan o corretean y Teseo lleva las de perder, cosa justa y por supuesto muy satisfactoria.

Para no hacer esto más largo fíjate que el otro día, a media mañana y mientras daba el último sorbo a mi taza de café, el libro cuyas líneas eran una delicia hizo mención a un tal Demetrio. Demetrio Fontanova. Nombre poco dado a aparecer por ahí, la verdad es que me retumbó un rato en la memoria. Más tarde, durante la cena, sonó el teléfono y casi con disgusto me levanté, caminé hasta el aparato, cogí el auricular y un individuo llamado Vasile Angelopoulos preguntó por Fontanova, Demetrio para más señas. Al responderle que nadie con ese nombre vivía en casa, maldijo al directorio telefónico y colgó con brusquedad.

Pero decía arriba que el centro histórico de Quito en verdad se las trae. Aparte de recordar sus calzadas, sus plazas y sus librerías de viejo sin nunca antes haber puesto pie en ellas, justo esta mañana, al llegar a una esquina, opté por cruzar hacia la izquierda. Cruzo, avanzo un poco y entonces aparezco en el centro de Dublín. Así como lo lees, en el mero centro de Dublín. No me dirás que es el colmo. No negarás que la razón y la intuición, que el vinagre y el aceite o como diablos se diga son hermanitos gemelos. Y de qué modo. Mira tú de qué manera.

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