AQUELLAS VIEJAS CANCIONES

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

En general voy al bar de la Facultad de Ciencias Filosófico Teológicas por una razón de comodidad: es tranquilo, tiene una terraza donde acomodarte dos segundos a ver pasar la vida y además lo rodea un jardín que parece la sucursal del Paraíso.

Estaba el otro día con café y libro de Annie Ernaux entre las manos, solo en una mesa, y escuché entonces la canción. Pensé de inmediato que se trataba de un disco, por la excelente voz y la instrumentación, hasta que capté la realidad. Del Aula Magna de la Universidad -justo al lado del bar en cuestión- llegó aquella melodía, y en paralelo el chorro de recuerdos, de sensaciones. Una marejada de los tiempos idos que resultó ser un hachazo.

Durante los últimos años de mi adolescencia y primeros de la madurez las canciones de la Nueva Trova Cubana formaron parte del sound track de mi existencia. Pablo y Silvio, Silvio y Pablo, llevaron en las entrañas y arrojaron a los cuatro vientos la poesía hecha música -y viceversa- que todo joven medianamente sensible equiparó a un himno a la vida.

Hasta que poco a poco la fe se fue apagando, como la llama de una vela encerrada en una campana sin oxígeno. Los motivos para que ello ocurriera, pensados a la luz del presente, fueron varios y de peso, gracias a lo que todo acabó en el vertedero de esperanzas, de confianzas a propósito de quienes -Nueva Trova vía palabras huecas- erigen banderas de libertad, de justicia, de progreso o de mejores condiciones de vida por igual.

   Ya lo sabemos, la distancia entre los acordes de una guitarra y la realidad que te aplasta la cabeza, mediada por una ideología convertida en mausoleo, es sideral. ¿Cuba libre?, ¿Cuba justa?, ¿Cuba en progreso? ¿Cuba en mejores condiciones para inventarse la vida?, con lo que opté por arrojar una sólida, definitiva carcajada en medio de semejantes poetas y sus discos, y fue el fin, y fue una lápida, y hasta mis veinte años me chupé los pulgares al respecto.

    Pero les comentaba arriba que sentado en una mesa de café escuché de pronto Óleo de una mujer con sombrero, Yolanda, y la cosa pasó por Te quiero porque te quiero y por Vivo en un país libre. No voy a exponer ni a debatir aquí acerca de la dupla talento-ética o talento-posición del artista, del intelectual, frente al poder omnímodo. No es éste el momento ni el objetivo de lo que escribo. Neruda brindó loas a Stalin, García Márquez babeó por Fidel Castro, y si continuamos la lista de genios con la cerviz en el suelo, sumisos ante tiranos de cualquier pelaje, los folios no van a tener fin. Lo que hasta cierto punto pretendo ahora es otra cosa: dar cuenta de la memoria, de cómo asalta sin preámbulos cuando menos lo esperas aún tratándose de asuntos que dabas por olvidados, y de cómo reaccionas en consecuencia.

Resulta curioso, pero así como escuché y recordé y me vi un instante siendo el muchacho que fui, me dije hay que ver, Rogerio, fíjate que lo que esperas o sueñas, lo que supones de los otros porque tienen la habilidad de llegarte a lo profundo, puede terminar en el baúl sin fondo de un cántico por completo irreal. ¿Cuándo, en el caso de estos dos, fue lo contrario?

Total, que leía a Ernaux, correteaba por la página doscientos treinta y seis y el músico, guitarra encima, echaba al auditorio su repertorio revolucionario. El joven cantante y el público, júralo, dialogaban extasiados, suspiraban, aplaudían desde el alma en ferviente reverencia a un puñado de barbudos. Entonces imaginé el futuro, traté de verlos veinte años más allá y uno de ellos, en cierto café, leyó y escuchó por casualidad, con absoluta sorpresa, a la Trova en boca de cierto artista despachando Pobre del cantor a quemarropa.

Terminé el capítulo, acabé el último sorbo de café, pagué y me fui. A mis espaldas sonaba a lo lejos, como si nada, la Canción del elegido.

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