SE CUENTA Y NO SE CREE

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    La semana pasada escribía aquí producto del horror: “Diez segundos antes de optar por una solución, las neuronas han decidido el tipo de resolución que vamos a tomar”. Esto a propósito de nuestras alternativas conscientes y sin que nos percatemos de ello, según el gran Eduardo Punset en “Excusas para no pensar”.

    Imagínate con serenidad el asunto y dime si no es como para que se nos paren los pelos. Y entonces, cuando tenía la impresión de que exageraba, de que un neurótico sin vuelta atrás se apoderaba de mí y era preciso hallar la calma, el mazazo llegó con estrépito y sin perdón.

    Ya te digo, una cosa es mantener cierto equilibrio, que es lo que siempre he buscado en esta vida -la armonía perseguida por tantos-, y otra desenmascarar a los monstruos para percatarte de que no sólo están próximos a ti, o ahí al lado junto a ti, sino dentro de ti. A ver cómo se te arruga el alma y a ver cómo te escabulles del foso.

    Lo peor, lo que no me canso aún de reprocharme es qué pepinos hacía, en qué demonios pensaba, porque la verdad sea dicha: siempre sospeché el asunto, es más, llegué a estar a un palmo de rasgar el velo. No fue así y jamás voy a perdonarme semejante falta de profundidad, de enfoque, de visión nítida a la hora de dar con retorcimientos semejantes. Qué se le va a hacer.

    En fin, que las cosas resultaron como resultaron y de ahí al terror absoluto mediaron dos milímetros. Milímetros que atravesé, por cierto, en menos de lo que canta un gallo pero ésa es otra historia, la historia del pánico en pasta comiéndote el hígado, los sesos, el duodeno y otras entrañas que para qué continuar enumerando.

    Cuando intenté tomar el camino de la sindéresis, de respirar hondo y decir om y cerrar los ojos y casi darme de bruces con la mismísima ataraxia, o el nirvana o como sea que se diga, pues el hachazo pasó por el cuello y entonces unas gotitas por aquí, masa sanguinolenta y pellejos colgantes por allá, hasta que se precipitó el fin. El the end. El ya no más.

    Ese yo que supones te conforma, ése que estructura al pelo cuanto sin dudar juras que eres, vuela por los aires en una esquizogénesis de ti que para qué te cuento. Espanto por los cuatro costados, pavor en su máxima expresión, lo cierto es que nada es lo mismo ni lo será ya. ¿Cómo fue posible? ¿De qué manera subrepticia, silenciosa, llegamos a este punto sin retorno? Se cuenta y no se cree.

    Seguí leyendo a Eduardo Punset, un ser admirable, un escritor de pluma fina, un divulgador de la ciencia como pocos. Y ahí el leñador y ahí el hacha: de Marcus Raichle, neurólogo entre neurólogos, cuenta Punset que afirmó tajante: “En momentos en que no pensamos en nada, dos áreas en concreto de nuestro cerebro se dedican a pensar por nosotros, sin que nos demos cuenta. Son el hipocampo y la corteza prefrontal”. Qué revelación endiablada.

    Del hipocampo y del otro bicho créeme que no sé nada, ni lo quiero saber. Lo espeluznante se retuerce entre ellos, vive a placer, un verdadero engendro capaz de pensar por ti y tú bien gracias, sírveme otra cervecita. Apenas lo pienso y la grima y el espanto sacan sus pezuñas. Quién lo hubiera imaginado, ese otro que llevas dentro acercándote en plena vida real a las más lóbregas historias de miedos y fantasmas, así como si nada. Es que se cuenta y no se cree. Mira tú, se cuenta y no se cree.

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