SIGMUND FREUD EN LA NEVERA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    No sé tú, pero yo conozco a las personas desde la nevera. Si te pones a ver, una refrigeradora tiene mucho de subconsciente, lo cual es la punta de hilo necesario para llegar al ovillo.

    Cualquiera da por seguro que la amistad de años, pongo por caso, abre el compás para saber quién es quién y para ganar seguridad a propósito de fulano o de zutano, de sus gustos y manías, de su carácter bueno, regular o malo, de sus sensibilidades por esto o por aquello. Jamás lo negaría, claro, pero nada como la nevera y sus abismos, un sótano tan laberíntico que ahí lo tienes: el yo de par en par con sus enigmas expuestos.

    Desde que el método del frigorífico se reveló como el mejor, créeme, lo demás es por completo nimio. Años de conocer a alguien dicen todavía poco de sus profundidades. Si con el paso del tiempo es verdad que abrazas alguna idea acerca de Juan o María Eugenia, jura por tus muertos más frescos que la General Electric sacará a flote los arcanos de su dueño. Porque lo conozco lo sostengo, de modo que nada de dudas al respecto. Llegas, dices hola buenas, vas a la cocina, buscas la excusa para abrir la nevera y el inconsciente aflora de pronto, como el interior de una media a la que metiste mano y diste vuelta.

    La curiosidad debe estar arañándote las tripas, dime tú si no. Con calma, vamos con calma. No hay secretos, no existe fórmula definitiva. Cierras los ojos, respiras hondo, los abres de seguidas sin apartar la vista de los lácteos o las carnes, y si la confianza permanece intacta, si no flaqueas ni titubeas, compruebas que Freud tenía razón, que el subconsciente es la fábrica de eso que eres allá en la superficie. Nada como la nevera para demostrarlo. Nada como la bolsa de patatas, el puré en el Tupperware, los jugos de mora o de naranja que guardas en el piélago de tus circunvoluciones cerebrales enlazados con el aparato que, ve tú a saber cómo y por qué, ronronea feliz en la cocina.

    Desde que lo supe adquirí el sano hábito de conocer a la gente por lo que esconde en su nevera. Lo complicado no consiste en el procedimiento en sí, en el mecanismo, en la forma de llegar a eso que define a tirios y troyanos. En realidad, el quebradero de cabeza salta como gato del tejado sólo a la hora de encontrar el modo de introducirte en casa de quien te importe, asomar las narices por la Frigilux y dar el paso.

    No sabes cuántas decepciones me han aplastado la alegría. Y no tienes idea de lo emocionante que resulta pensar esto o aquello de tu jefe o de un amigo de la infancia, hasta que descubres lo contrario. Abres la nevera, ves la luz, Freud te sopla en las orejas y haces surfing en los cayos de lo atávico para acabar hundido en la jalea subliminal que todos llevamos dentro.

    En fin, que a estas alturas doy fe de mis parientes, de mis íntimos amigos, de conocidos a cuyo enfriador he tenido acceso. Si digo que eres noble, alguien incapaz de matar a una mosca -el buena gente de cabeza a pies-, no lo dudes un segundo. Pero si te arrojo en plena cara tu condición de hijo de puta, créelo sin cortapisas. Después de todo, entre lo que vas siendo y el artefacto donde guardas el pollo hay mucho en común, bastante más de lo que podrías imaginar. Sigmund Freud en la nevera, para nada te sorprendas.

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