UN CAFÉ EN EL ALBAICÍN

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

    Les he contado otras veces que suelo tomarme el tiempo necesario ante un café por razones para nada desdeñables. Me refiero a paz y tranquilidad. Una terraza, café, tabaco, libro y ver pasar la vida son las aspirinas contra el desconcierto o el desasosiego. Si algo me perturba o inquieta, el rito del macchiato hace de las suyas. Y así.

    El hecho de apuntar a una terraza apetecible es el laico equivalente de poner los pies en algún templo religioso. Entre el silencio interior que se desgrana mediado por el humo del Borkum Riff más el cortado de rigor y la armonía que de seguidas siempre llega, cabe el universo de cabeza a pies. Una realidad que de no haber existido tendría que inventarla sí o sí. Es que en asuntos de contemplación a la vera del café soy un entendido como pocos, de modo que valga la inmodestia: en una terraza digna de tal nombre salgo adelante, aclaro las meninges, respiro mejor a la postre y benditos sean todos los dioses.

    En la Andalucía de una España que atesoro comprobé de nuevo, junto a Camila y Daniel, el poder estimulante, sanador, de las terrazas respetables. Mil cafés, mil tipos de tés bullen en las tazas. Un café en el Albaicín hace recordar los ríos de miel que algunos dicen surcan el Paraíso y al pie de la Alhambra, a cada rato, pueden ocurrir milagros. Mágica Granada y su cielo azulísimo para deleitar cualquier pupila.

    Por lo general le tomo el pulso a las ciudades en sus cafés y en las páginas de opinión de sus periódicos. Nada como el termómetro hecho  expreso doble o un artículo que se las trae o se viene abajo. En fin, lo que se ve desde las mesas, lo que se huele y cuanto se palpa entre el con leche y la mesa que ocupas discurre como agua río abajo, de modo que ahí lo tienes, se abre por completo frente a ti si levantas como se debe las orejas.

    En el Albaicín de esta Granada que dispara a quemarropa flotan volutas de la España hispanomusulmana. El rastro de una época queda a tiro de piedra para cualquier sabueso con el olfato a punto. Ayer y hoy, quizás hoy y mañana, confluyen en la pipa árabe que alguien fuma enfrente y en el tabaco Farias que encendí hace rato las voces del pasado mientras la Alhambra, a lo lejos, engulle los últimos rayos de sol en un invierno que pela. Bendita sea esta ciudad por los siglos de los siglos.

    El barrio al que me someto posee una partitura que me lleva de la mano por sus pliegues y hendiduras. En especie de trance, tarde a tarde procuro escuchar su música, abrazar su poesía, estar a la altura de todas sus propuestas. Una vez en sintonía no tienes escapatoria, caes rendido, preso de por vida en medio de sus voces, sus giros lingüísticos, su luz rojiza antes del anochecer. Lo que soy yo, jamás vi un cielo tan azul como el granadino y jamás vi un atardecer tan digno de Picasso o de Dalí como el que debió saborear García Lorca.

    Un café en el Albaicín vale una misa y algo más. La ciudad, allá abajo, carga sobre sí la historia viva que te aplasta la nariz, y dime tú si no, cabe también en la mochila, en los bolsillos, en el alma quieta que contempla. Amén.   

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