UN FILÓSOFO SOBRE LA MESA

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
X: @rvilain1

    El otro día estaba dale que te dale a un libro de Sandor Marai en cierto café del centro y de la nada apareció lo que juro fue un equivalente nietzscheano sobre la mesa.

    Era un ser raro, ni mosca ni pulga ni nada que con anterioridad hubiera tenido enfrente. Atravesó la superficie a paso lento, lento pero seguro, como si no llevara sobre sus espaldas un solo gramo de este valle de lágrimas.

    Siendo como soy, me llamó la atención el bicho. A ver si me explico: vivo a salto de mata, un día con el foco puesto en las preocupaciones por lo que vendrá y otro con las angustias clavadas en el pasado. De lo anterior me queda un presente sumergido en cortisol, ese líquido burbujeante -perdónenme la extraña imagen pero así lo he vislumbrado siempre-, santo y seña del estrés y del ataque de nervios soplándome en plena nuca. Entonces nada, Nietzsche a un palmo de mis narices en su caminata plácida, en su ataraxia petulante, en su devenir sobre el mantel como alimaña ahogada de felicidad pura y dura.

    Ahí me vi, a toda pastilla en eso de mordisquear primero cada uña de la mano izquierda y cada uña de la derecha. Comprenderás pues mi situación, leptosómico consumado por la ansiedad mirando llover en el Macondo de mis horrores toda la quietud ajena, toda la calma inalcanzable gracias a la sabandija que sobre esta mesa arrastra su existencia justo a un milímetro de mi libro, de mi macchiato, de mis Camel, de mi universo.

    Respiré hondo, dije om, cerré los ojos, los abrí de seguidas y Nietzsche o lo que fuera se detuvo en seco. Inmóvil entre el cenicero y un vaso de agua, el insecto me llamó aún más la atención. En ese instante comprendí que me observaba. Ve tú a saber qué diablos estaría pensando, qué impresiones le cruzaron por esa especie de cráneo atravesado por un par de antenas. Lo cierto es que se fijó en mí y por momentos juro que sonrió, no con animosidad llena de invitación a la amistad sino con el gesto díscolo de la mueca ruin. Un engendro pérfido, abyecto por donde lo vieras. Así fue como el tormento acabó por destruirme mientras hacía de tripas corazón para no delatar mi espanto.

    Al cabo de no pocos esfuerzos logré cierto control, es decir, pude mantener a raya el temblor que me impedía actuar con claridad. Él seguía ahí, con sus ojos, con su cuerpo fijo en mí hasta que decidió continuar por donde iba. Lo vi alejarse y al fin pude respirar feliz. Acabé el café de un sorbo, cerré el libro, bebí los dos dedos de agua que quedaban en el vaso y me fui.

    Al día siguiente, dispuesto ya a preparar el examen que debía enfrentar, leí con aplicación los temas del programa. El término nihilismo apareció en primer lugar. Un frío helado me recorrió de cabo a rabo: Nietzsche, no me lo vas a creer, Nietzsche, comandaba semejante movimiento.

    Abandoné todo, corrí hasta la cocina y hurgué desesperado en el cajón de medicinas. Un Prozac terminó por devolverme el alma. Jamás volví a estudiar filosofía.

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