Recuerdos de la peste

por

Mariano Nava Contreras
Twitter: @MarianoNava

 

Como todos los días, esa mañana Manes llegó muy temprano al mercado para comprar lo que haría falta en casa. Traía, como era costumbre, los óbolos, las pequeñas monedas de bronce en la boca para que no se le cayeran, pues había extraviado la pequeña bolsa de tela que usaba para guardarlas y la señora no había querido darle otra como castigo. Por eso no podía hablar, al menos hasta que no hubiera gastado el dinero de la compra. Tenía que llevar higos, algo de miel del Himeto, granadas de Acarnia, aceitunas de Kalamata (las mejores), quizás algo de buen aceite para reponer la despensa, trigo o granos y un poco de pescado seco traído de Falero, el mejor porque las mujeres eran muy exigentes, algo de vino puro tal vez. Hizo una reverencia frente a la estatua de Hermes en señal de respeto y balbuceó una breve oración, confiando en que el dinero que le habían dado alcanzaría para todo.

Manes no era un esclavo cualquiera. Lo habían prendido cuando la guerra de Egina y había sido vendido al poco tiempo en Atenas por buen dinero. Eran días en que la cuidad parecía imparable, imbatible, protegida bajo el manto de Atenea, como había dicho Solón el sabio. El dinero corría por las calles y los atenienses pasaban el día descuidadamente, asistiendo a los festivales de teatro, oyendo a los filósofos predicar en el ágora y discutiendo de política en la Asamblea. En Egina su padre, sacerdote de las Musas como él mismo hubiera sido, le había enseñado a tocar la cítara y él se había ganado la vida tocando epitalamios e himeneos en los matrimonios y canciones de amor en los banquetes de los ricos. Eso hasta que llegó la guerra y lo apresaron junto a sus amigos, y finalmente lo vendieron como esclavo en aquél ágora bullicioso y atestado de gente, repleto de comidas y productos traídos de toda Grecia y más allá del Ponto. El mismo donde se encontraba ahora comprando miel, aceitunas y pescado para sus amos, pero muchos años antes.

Ahora todo era diferente. Recordó la primera vez que vio la ciudad, la tarde de invierno en que lo trajeron desde El Pireo encadenado junto con los demás prisioneros eginetas, todos jóvenes y fuertes como él, por el camino que hacían las Murallas Largas hasta llegar al Cerámico. Cómo se le había caído la quijada al pasar la Puerta de Dípilon y ver al fondo la mole imponente de la Acrópolis coronada por un Partenón resplandeciente, cuyo mármol a esa hora tomaba un color entre rosado y naranja por el sol vespertino. Así que esta era la famosa Atenas, preferida de Atenea y favorita de las Musas, a la que todas las islas rendían pleitesía y pagaban tributo. A su rededor la campiña sembrada de olivos y viñas, cipreses y granados, se adornaba de todos los verdes bajo las cumbres nevadas del Parnés y del Pentélico. Al fondo, hacia el poniente, tras la Colina de las Musas donde cuentan que Teseo venció a las Amazonas, se extendía el ancho mar, el “Ponto vinoso” de los versos de Homero, que una orgullosa Atenas dominaba y sometía.

Ahora todo era muy diferente. Era el sexto año de la guerra y los dioses parecían haber abandonado la ciudad. Los espartanos habían arrasado los campos y los campesinos se habían refugiado dentro de las murallas, en una ciudad que no estaba preparada para tanta gente. Sin embargo, el hacinamiento, la carestía y la falta de alimentos hubieran sido soportables si no fuera porque los dioses tenían preparado algo incomparablemente peor. Al poco tiempo, cientos, miles de personas comenzaron a morir víctimas de una enfermedad extraña y mortal: comenzaba, sin razón aparente, con fuertes dolores de cabeza acompañados de tos, fiebre y enrojecimiento de ojos y garganta. Después el mal se alojaba en el estómago, causando fuertes dolores y un aliento nauseabundo. Poco después seguían diarreas incontrolables, hasta que el enfermo moría con espantoso sufrimiento. Semejante peste asoló la ciudad tres veces, convirtiendo a las gentes pobres, mal alimentadas y hacinadas en presa fácil de contagio. Las fuentes de agua se contaminaron, mientras que en las esquinas se apilaban cadáveres descompuestos, cubiertos de moscas y despedazados por los perros. De noche solo se escuchaban trenos y lamentos, los cantos fúnebres y los quejidos de los moribundos. De día, el hedor de la carne se confundía con la fetidez de las heces y los vómitos lanzados a las calles, mientras el cielo se ensombrecía con el humo de las piras. Dicen que en Eleusis y Salamina podían verse las negras columnas hediondas a carne humana.

Nadie entendía nada, tampoco Manes. Nadie podía entender por qué los dioses los habían abandonado de aquel modo. No hubo a quien la desgracia no tocara, directa o indirectamente. También en casa de Manes, Xantipo, el hijo mayor de los señores, había muerto en el asedio a Corinto, mientras el abuelo, Aristocles, había sucumbido a la peste. De nada habían valido sangrías ni lavativas, ni las promesas a Esculapio. De nada las ofrendas a Hécate ni los sacrificios a la diosa. Todos habían pagado su tributo a Hades, mientras Atenas parecía enloquecer a medida que perdía la guerra. Tras la muerte de Pericles, la ciudad había caído en manos de los demagogos más torpes e incompetentes. Diódoto y Cleón pugnaban por hacer las propuestas más estúpidas e irresponsables, llevados por la ambición o la mera necedad. Nadie podía sentirse a salvo en aquella ciudad cruel y enloquecida. Tampoco fuera de ella.

Manes prefirió no pensar más y apurarse con la compra. Pan tólmaton, recordó que decía el verso de Safo: “todo hay que soportarlo”, pero aquello era invivible.

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