Los “Epigramas” de Ernesto Cardenal

por

Mariano Nava Contreras
Twitter: @MarianoNava

 

La noticia de su muerte nos hizo recordar a mi amigo Arnaldo Valero y a mí que fue a través de las traducciones de Ernesto Cardenal como leímos por primera vez a Catulo. Era una época en que la biblioteca de la Escuela de Letras de la ULA estaba abierta hasta las 9pm. (no se iba la luz, era seguro, había transporte…) y sus fondos tenían todo, o casi todo lo que necesitábamos. Parece un tiempo remotísimo pero, créanme, no somos tan viejos. Lo cierto es que en la asignatura de Introducción a la Literatura Clásica Grecolatina tuvieron el buen gusto de hacernos leer por primera vez a Catulo a través de las traducciones de Ernesto Cardenal.

Los epigramas antiguos

Pero no es el haber traducido estupendamente a Catulo o a Marcial la única deuda que guarda la tradición clásica con el poeta nicaragüense. En 1962 la UNAM, casa donde acababa de obtener su Maestría en Letras, publicaba sus Epigramas. Solamente el título revela la sustancial presencia del mundo antiguo en su universo poético. Epígramma en griego significa “inscripción”. Los primeros epigramas eran, pues, unos pocos versos escritos sobre lápidas o estelas votivas, cuyos primeros testimonios se remontan al siglo VIII a.C. De allí que hayan sido sobre todo epitafios, aunque después evolucionaron. Como casi todas las manifestaciones literarias griegas, su origen es, pues, popular. Quizás el más famoso autor de epigramas griegos haya sido Simónides de Ceos, a quién se atribuyen cientos de estos poemas breves y concisos (“El epigrama perfecto solo tiene dos versos”, advertía Cirilo en el s. I a.C.), generalmente en metro heroico o elegíaco y con un lenguaje sencillo, más bien rayando con lo simple.
Por tanto el apogeo del epigrama es un momento más bien tardío de la literatura antigua, cuando se desvincula de la piedra y del bronce aunque contrae impotantes deudas con la vieja tradición lírica. Florece en el tiempo alejandrino y como tal reniega de los modos y las magnitudes épicas. Méga bíblion, méga kakón, “un gran libro, un gran mal”, decían los filólogos de Alejandría para declarar su preferencia por el poema breve y sucinto, casi parco, minuciosamente tallado como una pequeña joya, labor limae, sentenciaba Horacio. Es entonces cuando su temática se hace diversa. Ahora hay epigramas eróticos, políticos o satíricos, y hasta simples divertimentos lúdicos o juegos de palabras. Es el momento del epigrama literario. En Alejandría florecen también las antologías, como la célebre Corona de Meleagro (c. 100 a.C.), pero también Calímaco, Filipo de Tesalónica y Diogeniano de Heraclea coleccionan epigramas (así como después Constantino Cefala en Bizancio, hacia el año 900). El epigrama se convierte en expresión de una estética propiamente alejandrina llamada a ejercer profunda influencia en la poesía romana.
Quizás si la más conocida de estas colecciones sea la llamada Antología Palatina, una formidable compilación de 3.700 poemas en 15 libros recogidos en el Codex Palatinus, el cual se remonta al s. X y fue descubierto en Heidelberg hacia el año 1606. La Antología Palatina muestra un género maduro que se ufana de sus peculiaridades: la sencillez, la concisión y una lengua franca y directa expresada con mordacidad y agudeza, como en este epigrama atribuido a Asclepíades:

Defiendes tanto tu virginidad, y ¿para qué?
En el infierno no encontrarás ni un solo amante, querida.
Solo aquí, entre los vivos, los placeres de Afrodita. Allá,
en la rivera del Aqueronte, hueso y cenizas, oh virgen, seremos.

O este otro, atribuido a Estratón de Sardes,d donde ya aflora el motivo horaciano del Carpe diem:

Bebe ahora, Demócrates, y ama. No para siempre
beberemos ni siempre estaremos con muchachas.
Coronemos de guirnaldas nuestras cabezas, untemos nuestros cuerpos
con aceites antes de que otros nos lleven a la tumba.
Ahora, que beban el vino con nosotros nuestros huesos;
muertos, que vengan Deucalión y su diluvio y los ahoguen.

Pero no todo es amor y fiestas, como en este otro que se atribuye a Zenódoto el estoico dedicado a su maestro Zenón de Citio, fundador de la escuela del Pórtico:

Enseñaste a bastarse a sí mismo y la vana riqueza
despreciaste, Zenón de venerable
y canosa cabeza. Encontraste un viril ideario,
tu doctrina, madre de indómita libertad.
¿Qué importa tu patria fenicia? También de allí vino
Cadmo, a quien los libros se deben en Grecia.

O este otro, epitafio dedicado a Timón el misántropo:

Rodéame, tierra infecunda, de hirsutos erizos
y silvestres ramas de tortuoso espino,
que las aves vernales no posen sus patas ligeras
sobre mí, que mi cuerpo quieto quede y solo.
Pues fui yo el misántropo Timón, querido nunca
por mis paisanos, ni ahora tampoco en el infierno.

En palabras sencillas y directas, a menudo mordaces e hirientes, la reflexión sobre el amor, la muerte y el porvenir está siempre presente. Después en Roma, poetas como Catulo, Tibulo y Marcial también cultivaron el género. La lista de ejemplos sería larga. Personalmente creo que la síntesis del pathos en la poesía romana se halla en un epigrama de Catulo, que quiero transcribir precisamente en la traducción de Cardenal:

Odio y amo. Tal vez me preguntéis por qué.
No lo sé. Sólo sé que lo siento y que sufro.

Los epigramas de Cardenal

Los biógrafos y los críticos quieren que Ernesto Cardenal haya escrito sus Epigramas conforme traducía los de Catulo y Marcial. De hecho ambos libros, las traducciones y los poemas originales, fueron publicados el mismo año. En efecto no hay forma de solapar la presencia tácita o patente de unos textos en los otros. Ahí está el formato breve y conciso, ahí el lenguaje cáustico y directo, ahí los temas, preferiblemente eróticos y políticos, que también cultiva el nicaragüense. Solo que en él se verifica una reelaboración y actualización que sin duda aporta interés e innovación, enriqueciendo la tradición de los antiguos:

Recuerda tantas muchachas bellas que han existido:
todas las bellezas de Troya, y las de Acaya,
y las de Tebas, y las de la Roma de Propercio.
Y muchas de ellas dejaron pasar el amor,
y murieron, y hace siglos que no existen.
Tú que eres bella ahora en las calles de Managua,
un día serás como ellas de un tiempo lejano,
cuando las gasolineras sean ruinas románticas.

¡Acuérdate de las bellezas de las calles de Troya!

Las mujeres de Cardenal no solo están en un aquí y un ahora. Son mujeres de carne y hueso con nombres específicos, como lo fueron Lesbia para Catulo y Cintia para Propercio. Así en Cardenal, Claudia, Ileana o Myriam son también mujeres reales, y su belleza también, idealizada o no:

Ayer te vi en la calle, Myriam, y
te vi tan bella, Myriam, que
(¡Cómo te explico qué bella te vi!)
Ni tú, Myriam, te puedes ver tan bella ni
imaginar que puedas ser tan bella para mí.
Y tan bella te vi que me parece que
ninguna mujer es más bella que tú
ni ningún enamorado ve ninguna mujer
tan bella, Myriam, como yo te veo a ti
y ni tú misma, Myriam, eres quizás tan bella
¡porque no puede ser real tanta belleza!
Que como yo te vi de bella ayer en la calle,
o como hoy me parece, Myriam, que te vi.

Amor y juegos de palabras, los epigramas de Cardenal distan sin embargo de ser frívola plaisanterie y saben también adoptar el tono sombrío y solemne cuando asumen el compromiso político. Los versos del nicaragüense se convierten entonces en documento del terror de todas nuestras dictaduras:

La Guardia Nacional anda buscando a un hombre.
Un hombre espera esta noche llegar a la frontera.
El nombre de ese hombre no se sabe.
Hay muchos hombres más enterrados en una zanja.
El número y el nombre de esos hombres no se sabe.
Ni se sabe el lugar ni el número de esas zanjas.
La Guardia Nacional anda buscando a un hombre.
Un hombre espera esta noche salir de Nicaragua.

Otras veces, la crítica se hace mordaz e irónica, como en Somoza desveliza la estatua de Somoza en el estadio Somoza:

No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua
porque yo sé mejor que vosotros que la ordené yo mismo.
Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad
porque yo sé que el pueblo la derribará un día.
Ni que haya que haya querido erigirme a mí mismo en vida
el monumento que muerto no me erigiréis vosotros:
sino que erigí esta estatua porque sé que la odiáis.

Pero es en los epitafios donde los epigramas de Cardenal penetran a sus arcanas raíces. En el pequeño volumen hay dos: el Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone y el Epitafio para Joaquín Pasos. El primero de ellos dice:

Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo,
pero desde entonces todo el territorio nacional es tu sepulcro;
o más bien: en cada palmo del territorio nacional en que
no está tu cuerpo, tú resucitaste…

Y sin embargo, es en su Imitación de Propercio donde Ernesto Cardenal descubre la esencia de la tradición de la lírica antigua, reelaborándola y enriqueciéndola con los hechos del presente. El texto no puede ser sino íntegramente transcrito:

Yo no canto la defensa de Stalingrado
ni la campaña de Egipto
ni el desembarco de Sicilia
ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower:
Yo solo canto la conquista de una muchacha.
Ni con las joyas de la joyería Morlock
ni con perfumes de Dreyfus
ni con orquídeas dentro de su caja de mica
ni con un cadillac
sino solamente con mis poemas la conquisté.
Y ella me prefiere, aunque soy pobre, a todos los millones de
Somoza.

Es verdad que se trata de una versión de la segunda Elegía del libro II de Propercio, Bellaque resque tui memorarem Caesaris… (“Las guerras y los hechos de tu César contaría…”), la cual a su vez no es sino parodia de los primeros versos de la Eneida: Arma virumque cano… (“Yo canto las armas y los varones…”). Pero también es verdad que en estos versos Ernesto Cardenal reelabora un motivo capital de la tradición lírica antigua, de Safo a Ovidio: el desprecio por la épica y la estética bélica, la primacía del amor y la poesía sobre las armas. Es lo que quiere decir Guillermo Sucre (La máscara, la transparencia, 1985), cuando afirma que los Epigramas de Cardenal son “un acto de rebelión individual, irónica y sarcástica, fundada sobre todo en el poder marginal de la poesía y del amor humano”.
***
Ese día que murió, Arnaldo y yo supimos que no faltaría quienes le reprocharan su convencida militancia de izquierdas, su papel en la Revolución Sandinista y en la Teología de la Liberación, sus coqueteos con Fidel y sus visitas a Allende y al comandante Marcos, incluso quienes quisieran desempolvar su panegírico chavista, “La revolución silenciada”. Serán quizás los mismos que prefirieran ignorar que fue un perseguido de Ortega como antes de Somoza, y olvidar los vergonzantes ataques de que fue objeto su memoria el día mismo de su sepelio. Sin embargo, los que aman la poesía saben que todo eso quedará como dato para los historiadores, y que en cambio sus versos perdurarán para todos, más allá de la cortedad y la miseria de los políticos. Él mismo lo supo siempre y así lo dejó escrito:

Nuestros poemas no se pueden publicar todavía.
Circulan de mano en mano, manuscritos,
o copiados en mimeógrafo. Pero un día
se olvidará el nombre del dictador
contra el que fueron escritos,
y seguirán siendo leídos.

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