MASCARAS

por

Roger Vilain

-Roger Vilain-
Twitter: @rvilain1

En estos días me dio por imaginar el desenfreno. No me preguntes por qué, semejante interrogante también me la hice yo y bueno, qué puedo decirte, a lo mejor el encierro, las cuatro paredes, el tapabocas que es remedo burlón de un antifaz. Lo cierto es que los carnavales -vaya rumba emergió del sótano, eso que el buen Freud llamó inconsciente- izaron mil banderas, no otras que la del desparpajo, la nostalgia por la libertad escabullida, los encuentros sin ton ni son y la algarabía haciendo de las suyas. Un carnaval vino al presente como salvavidas que arrojan desde la cubierta, y mira tú qué buena manera de patearle el culo a estos tiempos.

En fin, que desde la antigüedad griega los dolores del alma tuvieron su antídoto más eficaz en la transfiguración catártica. Las fiestas báquicas, antecedente capital de nuestros carnavales, lograban el milagro que supone el trueque tan ansiado, no otro que acceder al remanso de paz luego de la tempestad que todos llevamos dentro.

Un carnaval, siempre ha sido así, es la cara oculta de la Luna, con la ventaja de que su oscuridad viene como anillo al dedo cuando se trata del amor, de la práctica de haceres prohibidos, de la adrenalina corriendo a borbotones por esas autopistas de glóbulos rojos que nos atraviesan. Si es verdad que el carnaval lleva en sus entrañas la inocencia aparente de carrozas, reinas y comparsas, la máscara que lo caracteriza yace ahí señalando el hecho básico que lo conforma, es decir, su carácter tránsfuga, celestinesco, incitador a los más apetecibles desenfrenos.

Un carnaval que se respete, desde El Callao hasta Martinica, desde Trinidad hasta Brasil, es un golpe seco a la razón. Toda fiesta carnestolenda va de aquí para allá con plomo en las alas de lo políticamente correcto, lo cual termina consintiendo al Mr. Hyde que anida en algún lugar de la psiquis humana. Y es en la fiesta de Baco donde ciertos fantasmas se hacen carne, saliva, sudores, jadeos y explosiones contundentes en medio de la algarabía.

En el sambódromo o en las calles del último pueblo hay un dios que reparte sus hechizos y peor para quien le dé la espalda. Así como lo blanco existe por lo negro, el Yin se hace verdad por el Yan, el equilibrio entre nosotros llega a materializarse luego de que su contrapartida, o sea, la falta de cordura, dispare a quemarropa. Todo carnaval implica sobresaltos, pero con mucha más fuerza sobresaltos de las hormonas, y es más, exige a ultranza el desenfado en las caderas y el uso milimétrico de los antifaces para ocultar cuanto deba ser ocultado.

Si es posible la eliminación de medias tintas, es en el carnaval cuando las conjugaciones cósmicas ponen el escenario a tope. El pasado deja de señalarte con el dedo, el presente espanta al valle de lágrimas que por lo general te engulle y el futuro, a lo sumo, será un montón de vidrios rotos después de la erupción y el volcán ya adormecido. Luego la vida va a continuar como si nada, de calle en calle, de esquina en esquina, abonando terrenos para las fiestas que vendrán, sin duda ansiadas como todas, peligrosas como todas, pero siempre vivas, puñal directo al pecho del día a día que nos entumece y petrifica.

Un carnaval es el no sé qué que tanta falta hace, qué se le va a hacer. Por eso es la fiesta de las fiestas. Y así sea.

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